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Jesús Vallejo Mejía 

Desde un punto de vista racional se entiende que la democracia exige para configurarse adecuadamente una comunidad de ciudadanos debidamente informados que deciden de modo reflexivo sobre los asuntos públicos sometidos a su votación.

Desde luego que, así concebida, la democracia es un sistema ideal, pues en ninguna parte funciona así.

Hay sociedades que se acercan más que otras a ese ideal. Y no faltan las que se alejan ostensiblemente del mismo.

El tema de fondo es la cultura política, que depende en muy buena medida de la educación de la ciudadanía. Precisamente, una tarea muy significativa de los partidos políticos y los medios de comunicación social radica en promover una seria cultura democrática.

Para desgracia de nuestra sociedad, los partidos políticos ya no se esmeran en cumplir tan importante función. Tampoco los medios de comunicación social, más atentos a lo espectacular y frívolo, lo hacen.

Al lado de esa concepción racional de la democracia fluye otra que puede identificarse a partir del discurso oficial imperante en nuestro país desde el 7 de agosto del año pasado. Es la que se manifiesta a los gritos, con actitudes violentas y animada por la pasión, tal como lo experimentamos hace cerca de dos años con los desmanes de la Primera Línea.

La defensa de la misma que se hace desde la Casa de Nariño no deja lugar a dudas acerca de cuál es el ideal de democracia que ahí se postula.

Para decirlo en términos de uso corriente hoy por hoy, ese ideal no promueve una utopía, sino una distopía, que la RAE define como "Representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de alienación humana".

Esa concepción de la democracia no conduce al mejoramiento de la sociedad. Al prescindir de su componente racional y excitar las pasiones de la turbamulta, intensifica los conflictos y promueve la violencia. Su resultado no suele ser el gobierno de los mejores, sino el de los peores (kakistocracia).

No en vano grandes pensadores clásicos como Platón u Aristóteles alertaron sobre esta forma de corrupción de la democracia, llamando la atención sobre las debilidades del fundamentalismo que trasunta el célebre discurso de Pericles, que la encomia como un modelo que deberían adoptar los demás pueblos. Vid. Críticas contrafundamentalistas a la democracia ateniense: Platón / Aristóteles | Filosofía (filosofia.org).

Tal como lo hemos visto últimamente, una democracia algo pervertida y muy desorientada ha venido encumbrando a los demagogos, algunos de ellos verdaderos dirigentes tóxicos, como el que ahora nos gobierna.

El discurso oficial considera que es de la esencia de la democracia estatizar todo lo que se pueda en materia de bienes y servicios, dizque para ponerlos a la orden del pueblo y quitándoselos a sus actuales detentadores y prestadores, ignorando que de ese modo se llega otra forma perversa, la democracia totalitaria.

El ingenio popular colombiano ha intuido que ese extremo de democratización equivale a expoliación y, en últimas, a despojo o robo. Lo que supuestamente se democratiza no se pone al servicio del público, es decir, del pueblo, sino de unos políticos venales que han capturado el poder para beneficiarse del mismo tanto ellos como sus validos o paniaguados.

La corrupción que campea por doquier es lo que debería combatirse con denuedo por un gobierno que se dice del cambio. Pero lo que se advierte a todas luces es que ese gobierno se apoya en los políticos más acusados de corrupción, dizque para lograr la aprobación de sus iniciativas.

Bien dijo el ingeniero durante la campaña presidencial que su contrincante se rodea con lo peor de lo peor.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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