En el año 2013 hice parte de la delegación internacional que visitó los campos de concentración construidos por el régimen nazi para aniquilar al pueblo judío, así como algunas minorías. Lo que vi, sobrecoge la mente, enluta el alma y abruma el corazón. Es difícil imaginar tanta brutalidad y barbarie, y, más que eso, advertir la indolencia o la tolerancia complaciente de muchas naciones, reyes y gobernantes de la época ante semejante atrocidad.
Los rastros y las huellas de tamaño genocidio aún son palpables en Varsovia, Treblinka, Lublin, Majdanek, Cracovia, Plaszow, Auschwitz I, Auschwitz II-Birkenau y Lodz, así como en otras naciones invadidas por la horda asesina de Adolfo Hitler.
No podemos permitir que el paso de los años borre o haga olvidar tanta perversidad y horror. El Holocausto (o Shoá), es sin duda, el pasaje más abominable, horrendo y vergonzoso de la humanidad, que la empequeñece, denigra y desnaturaliza, y que no se debe ignorar ni permitir que vuelva a suceder. Lo ocurrido es inefable y hace austera cualquier descripción.
La demencial decisión nazi de perpetrar semejante barbarie fue tomada a finales de 1941, y el plan genocida, desvergonzadamente llamado “la solución final”, llegó a su plena ejecución en la primavera de 1942. Las víctimas eran transportadas en trenes de carga desde toda Europa hacia los campos de exterminio en Polonia, donde, si lograban sobrevivir a una inclemente travesía en condiciones indignas y miserables, eran asesinadas sistemáticamente en las cámaras de gas cuidadosamente construidas para tal fin.
Los relatos que se conocen sobre la forma en que eran ejecutadas las víctimas, producen espanto, dolor y justa indignación. Nadie debe olvidar, que la planeación, organización y supervisión de este macabro despropósito, estuvo a cargo del oscuro y perturbado Heinrich Himmler, obsecuente corifeo del llamado Tercer Reich o Tercer Imperio, y afecto a la más despreciable animadversión semita, quien siempre contó con la autorización y el beneplácito expreso de Hitler.
Antecedió a la Shoá, la persecución y el asesinato metódico de la comunidad judía, bajo fútiles y enfermizos pretextos para tratar de justificar lo injustificable, la mayor aniquilación humana cometida en el siglo XX. No en vano, la historia siempre recordará al Tercer Reich, como “Estado Genocida”.
A la larga lista de víctimas de esta demencial empresa criminal, los nazis sumaron minorías conformadas por polacos nacionalistas, homosexuales, gitanos, discapacitados -físicos y mentales-, y prisioneros de guerra soviéticos.
No ha sido fácil determinar con absoluta precisión el número de víctimas del Holocausto y tan solo se ha tomado como un referente confiable la cifra de seis millones de judíos asesinados, pero se considera con algún grado de certidumbre, que, en total, el régimen nazi asesinó a cerca de once millones de personas, y de ellas un millón habrían sido niños.
Lo ocurrido no solo fue una tragedia para el pueblo judío, también fue una tragedia para la humanidad y el más vil y execrable despliegue de irracionalidad y perversidad humana.
Al conmemorarse un nuevo aniversario de la Shoá, rindo mi más sentido homenaje a las víctimas y a sus descendientes, y a todas las minorías sacrificadas en este aciago y oscuro pasaje de la historia, que nuca jamás se debe olvidar.
Para poder entender el presente y prospectar el futuro, es necesario conocer el pasado, y solo así, evitaremos recaer en el perdón y olvido de lo imperdonable. Qué nadie olvide, que la neutralidad frente a la barbarie es complicidad.
Colofón. Es paradójico y lamentable que 77 años después, las tropas rusas invadan a Ucrania y Putin alegue querer desnazificar una nación democrática, gobernada por un presidente legítimo cuya familia fue víctima de los campos de concentración nazi.
*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Litigante. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional. Catedrático Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.