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Jesús Vallejo Mejía 

Tales son, a no dudarlo, los concernientes al aborto y la eutanasia, que suscitan lo que los filósofos denominan situaciones-límite, más bien refractarias al frío escrutinio racional y fuertemente impregnadas de coloraciones emocionales.

Al examinarlos se abren dilemas difícilmente conciliables entre el interés individual y el colectivo, entre las consecuencias a corto, mediano o largo plazos, y entre la ley positiva y la Lex Aeterna o la Naturalis.

Los promotores de ambas soluciones se anclan en la exaltación del interés individual, a menudo crudamente egoísta. Se trata, por una parte, del deseo de la mujer de finiquitar una maternidad no deseada por diferentes motivos, unos muy penosos y otros, en cambio, frívolos a más no poder. Por la otra, se invoca la necesidad de poner término a vidas que por distintas consideraciones se piensa que ya carecen de sentido y no merecen conservarse. En todos estos casos milita un comodín: la dignidad.

Se alega, en efecto, que es indigno imponerle a la mujer embarazada el peso de una maternidad que rehúye o al que encuentra insoportable la carga de la vida exigirle una supervivencia que ya no le ofrece halagos, sino insoportable pesadumbre.

Como estas soluciones no siempre están al alcance de la mano de los dolientes, su efectividad muchas veces entraña la colaboración de terceros que llevan a cabo la eliminación de la criatura que se gesta en el vientre de la mujer o la del quejoso que aspira al ilusorio alivio de la muerte.

La legislación penal ha tratado de distintas maneras estas situaciones. La severidad con que se castigan los actos lesivos de la vida muchas veces se mitiga con medidas benignas que consideran el estado de necesidad o el llamado homicidio piadoso. Pero el espíritu de los tiempos que corren pretende ir más allá, de suerte que tanto el aborto como la eutanasia, sobre todo cuando esta última configura el suicidio asistido, se garanticen a título de derechos fundamentales inherentes a la dignidad de la persona humana.

A no dudarlo, se trata de supuestos derechos que configuran excepciones a la inviolabilidad de la vida humana que consagra, por ejemplo, nuestra Constitución Política. Esas excepciones cobran fuerza a partir de sentimientos de conmiseración frente al sufrimiento ajeno, pero también de exaltación del deseo individual como suprema ley del comportamiento humano.

Habida consideración de que con ellos se pone en cuestión la sacralidad de la vida, la regulación jurídica de estas hipótesis suele imponerles ab initio ciertos límites que a primera vista parecen admisibles. Pero la práctica ha demostrado que dichos límites son apenas el primer paso para lo que termina siendo un plano inclinado a través del cual se desciende hasta que lo excepcional termina por lo menos igualando el contenido de la regla que se pretende paliar.

En el caso del aborto, por ejemplo, nuestra Corte Constitucional comenzó por despenalizarlo en caso de que medien tres circunstancias que rápidamente dejaron de interpretarse de modo restrictivo y se vienen reconociendo con dolosa laxitud. De ahí parece que estemos a punto de que la misma corporación dictatorial resuelva que puede haber lugar a practicarlo sin que obre restricción alguna, mediando apenas el deseo de la mujer para que se lo lleve a cabo. La presión para que se lo reconozca como derecho fundamental viene reforzada por el ímpetu antinatalista que mueve a quienes consideran que la población humana es la causante de la crisis ecológica. De ese modo, el derecho fundamental a abortar se convierte en un subterfugio que en el fondo justifica propósitos que no tienen que ver con las situaciones individuales que se pretende solucionar.

La eutanasia ofrece la modalidad del suicidio asistido para quienes encuentran insoportable la vida, pero por distintas circunstancias no pueden quitársela ellos mismos. También puede resultar del deseo de quienes tengan a su cargo personas que ya han perdido quizá de modo irremisible la conciencia y se encuentran en estado vegetativo. Igual que sucede con el aborto, acá la legislación comienza regulando con aparente rigor estos casos, pero a poco andar ella misma o su interpretación jurisprudencial terminan ampliando las hipótesis para contemplar situaciones que no encajen adecuadamente con aquéllos. Así se ha visto en la reciente evolución de nuestra jurisprudencia constitucional.

En Bélgica y Holanda, que son países pioneros en la materia, se han observado tendencias muy inquietantes. Por una parte, ya no se habla de la eutanasia para adultos agobiados por enfermedades terminales insoportables, sino para los que sufren depresión y otras anomalías mentales, e incluso para niños y adolescentes que no pueden decidir por sí mismos. La pandemia que todavía está en curso ha dado lugar a que el personal de la salud elija por sí y ante sí a quienes tratar y a quienes dejar morir dándoles apenas cuidados meramente paliativos. Se observa el temor de no pocos ancianos a ser hospitalizados, pues piensan que no se los va a sanar, sino a matar. Al fin y al cabo, las ideas de personajes como Alejandro Gaviria van abriéndose paso para considerar que transcurrida cierta edad el individuo se convierte en una pesada carga para la sociedad y la racionalidad económica impone su eliminación.

Hoy es un lugar común la tesis de que las creencias religiosas son impertinentes para decidir sobre el régimen jurídico del aborto y la eutanasia. En cambio, se concede pleno vigor a las ideologías, como si éstas tuviesen mejor fundamento racional que aquéllas. Se desconoce, además, que las ideas de dignidad de la persona humana y de inviolabilidad de la vida son de nítida raigambre religiosa y remiten a la Ley de Dios. No sobra traer a colación acá lo que dijo el célebre Lord Acton acerca de que la creencia en Dios ofrece una barrera metafísica para limitar los exabruptos de la ley positiva. Si se niega la Ley de Dios, los dueños del poder están legitimados para imponer lo que les parezca.

Publicado en Columnistas Nacionales

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