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“Paz total”: fin de la democracia, comienzo de la balcanización

Alfonso Monsalve Solórzano

El país decente de todos los sectores se llenó de indignación por las palabras del Alto Comisionado Rueda, quien dijo que el reconocimiento del ELN a su autoría del acto terrorista del ELN en Tibú, era “un gesto de responsabilidad”, según él, “para aclarar la situación” y que más adelante, palabras más o palabras menos, se arreglarían las cargas para conseguir la anhelada “paz total”.

Reconocer un asesinato infame y aleve no es un acto de responsabilidad, sino uno de cinismo, que envía el mensaje de que las vidas de los colombianos le importan a esa organización, un bledo, con tal de arrodillar al estado y enviar a los ciudadanos el mensaje de que sus objetivos en estas negociaciones no buscadas por ellos, no son precisamente la paz y la reconciliación nacional, sino la imposición, esa sí total, de su voluntad, que es la de construir un estado bajo su dominio.

Pero no fue el único caso en esta fatídica semana. El gobierno decidió suspender parcialmente el cese al fuego con el Estado Mayor Conjunto de las Farc, luego de que estas cometieran en el Putumayo el asesinato de cuatro menores que intentaron huir del reclutamiento forzoso -un inaceptable crimen de lesa humanidad- y a renglón seguido llamó a continuar las negociaciones sin ningún tipo de condicionamiento.

Estos dos casos, entre muchos otros en los que el gobierno de Petro no hace nada para proteger la seguridad de los colombianos, entre ellos numerosos líderes sociales, muertos por esas y otras estructuras militares narcotraficantes, son un síntoma de las tres fallas estratégicas de la política central de este gobierno, la “paz total”: la concepción, el diagnóstico y el método para alcanzarla.

La concepción. Petro, como en su momento, Santos, afirma que la paz es el valor central de toda sociedad y que alcanzarla, al costo que sea, es prioritario. Falso. El problema de este enfoque es que, históricamente ha conducido a la imposición de la voluntad de quienes tienen o consiguen el poder, es decir, nos lleva a la dictadura y al sometimiento. La pax romana era aquella con la que se sometía a los pueblos conquistados por el uso de la fuerza de la metrópoli; en la Unión Soviética hubo paz interna construida sobre la base de millones de cadáveres de disidentes, e igual en la China contemporánea; de manera proporcional, en Cuba y Venezuela; y para no salir del país, es la paz que han impuesto, guerrillas, autodefensas y otras organizaciones armadas en los territorios que controlan. Eso nos lleva a la dictadura monista de partido único de quienes tienen una concepción de igualdad social que creen que debe imponerse a los demás para conseguir la paz, así haya que negar las libertades de los individuos. Su visión de la comunidad política será la única posible. Es el fin de la característica esencial de nuestra sociedad: el pluralismo. Piensen en lo que nos está ocurriendo con las reformas y en los ataques a la Fiscalía y en la amenaza de sacar al “pueblo” a las calles para imponer su pensamiento.

En las sociedades democráticas, desde las Revoluciones Estadounidense y Francesa, por oposición a ese modelo, el primero de los valores sociales es la justicia, entendida como equidad, según definición de John Rawls, es decir, la igualdad de las reglas de juego con las que interactúan individuos y comunidades en la sociedad política de un país, y que, generalmente se consagran en los derechos fundamentales de una Constitución. La prioridad de la libertad permite las condiciones para fijar consensuadamente los valores de igualdad y la solidaridad. No puede haber una paz que asegure la estabilidad de nuestra sociedad si a los ciudadanos no se les permite acceder a una sociedad justa, en la que cada pueda tener sus propios planes de vida a condición de que respete los de los otros. 

El diagnóstico. Está estrechamente ligado a la concepción: Petro piensa que esta es una sociedad profundamente desigual y que para encaminarla hay que poner la igualdad social y la solidaridad por encima de la justicia, destruyendo el modelo existente. El diagnóstico, además, es contradictorio y esto lleva a caminos sin salida.  Petro piensa que ninguna de las organizaciones armadas Colombia es revolucionaria -sólo él lo es, en verdad-, sino que todas son narcotraficantes y, que, por tanto, para alcanzar la paz debe acabarse con el negocio, pero no con los negociantes. Pero, adicionalmente, el origen político de Petro lo traiciona: a pesar de que cree que todos esos grupos son narcotraficantes, asigna reconocimiento político al Eln y al Estado Mayor Conjunto. ¿Si son narcotraficantes, por qué estas organizaciones tienen dicho reconocimiento?  Lo hace para darles poder y representación política institucional y fortalecer su entorno, pues puede usarlos para sus propósitos.

El método. Cree que, destruyéndoles el negocio, los grupos armados narcotraficantes se verán impelidos a ceder a cambio de condiciones absolutamente favorables, tanto en impunidad como en control territorial. Falso. Jamás abandonarán una actividad que les es tan rentable. Y si algunos de ellos dejan las armas, otros tomarán porque el dinero es el verdadero objetivo del negocio. Para acabarlo, tendría dos caminos: o los derrota militarmente o legaliza la coca y la marihuana para arrebatarles el monopolio del tráfico y el control armado de los campesinos. Esto último tiene que ser consensuado con la comunidad internacional e implica el desencadenamiento de iniciativas de producción y comercialización de los usos legales de esas plantas. Mis lectores saben que yo soy partidario de la segunda alternativa.

Ahora bien, iniciar la negociación renunciando al uso de la fuerza legítima del estado y ofrecer sin condiciones un cese al fuego, ha sido un error garrafal, que pasa por alto las teorías de la negociación y la historia de ésta con las organizaciones armadas de nuestro país. Cada vez que se ha cedido innecesariamente, el estado ha perdido. Pero esa actitud tiene una explicación: Petro piensa que el actual modelo de estado es ilegítimo y ha de reemplazarse, por lo que considera que debe debilitar las fuerzas institucionales heredadas para construir las suyas propias.

Y no sólo en el campo militar. También en el político e ideológico: esta semana, a raíz de las declaraciones de Mancuso a la JEP, dijo que el país había sido gobernado por paramilitares criminales que deberían ser investigados por la Corte Penal Internacional, cuyo Fiscal viene al país en estos días, porque el estado no lo hizo; pues bien, en el gobierno de Uribe en la ley de Justicia y Paz hubo un juicio y condena real a los paramilitares y guerrilleros que se sometieron a la justicia, mientras que en  las negociaciones de Santos no hay ninguna todavía y  van a echarle tierra o “sancionar” simbólicamente  los crímenes de lesa humanidad y de guerra de la guerrilla. Esto se repetiría en el caso de Petro e incluiría también la las autodefensas.  Los criminales de las autodefensas que no hayan sido juzgados deben ser puestos ante la justicia, pero también los de la guerrilla y sus cómplices, beneficiarios y financiadores. No hay peor ciego que el que no quiere ver.

Finalmente, debilitar a las Fuerzas Armadas mientras se fortalecen mecanismos como las milicias y las guardias, y negociar con los agentes armados creadores de algunas de esas organizaciones, permitiéndoles copar cada vez más territorios, a costa de los derechos civiles, políticos y sociales de los colombianos, solo conducirá a la dictadura o al caos. Y terminará por disolver territorialmente y balcanizar definitivamente al país. Gracias a la “paz total”, por doquier están surgiendo repúblicas independientes, en las que los ciudadanos son carne de cañón y se les niega hasta el más mínimo derecho, mientras a los criminales se les acepta todo. Es el reino de los señores de la guerra y el fin de nuestra unidad territorial nacional. Triste perspectiva.

 
Publicado en Columnistas Nacionales

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