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Alfonso Monsalve Solórzano

Ciertos candidatos, sus partidos y grupos, pero también, académicos y periodistas, llevan meses, si no años, advirtiendo sobre la polarización que se vive en Colombia. Entienden por esta, la coexistencia de puntos de vista antagónicos sobre el modelo social, que de manera creciente copan el espacio de la política en Colombia, señalando que esta confrontación podría desembocar en violencia fratricida generalizada.

Visto este punto de vista por encima, parece razonable y de sentido común. Pero yo pienso que hay que analizarlo con detalle para ver qué implica políticamente.

En efecto, la inmensa mayoría no quiere una confrontación que desencadene un enfrentamiento sectario de gravísimas proporciones con pérdida de vidas y destrucción de los bienes públicos y privados.

Pero, para que esto no suceda hay una condición básica: debe haber un consenso social en torno al modelo político, de manera que las divergencias se resuelvan dentro del marco de las reglas establecidas en la constitución y las leyes en el caso de los ordenamientos democráticos liberales, en el sentido doctrinario de la palabra, en los que se privilegia la libertad individual sobre otros valores sociales, y se construye una serie de garantías para que todas las personas y grupos puedan desarrollar sus planes de vida y tener las creencias que deseen, siempre y cuando renuncien a imponérselas a los otros. Y esto es posible, porque, insisto, el sistema permite tramitar las diferencias sociales, por agudas que sean.

En el modelo democrático liberal, las divergencias son, en ocasiones, tan álgidas que su expresión en la política puede resultar en disputas verbales de alto calibre, movilizaciones sociales y grandes dosis de acaloramiento. Ahora bien, esto es ciertamente normal porque el consenso sobre el modelo sociopolítico básico no significa unidad de criterios sobre asuntos puntuales y aun estratégicos. Es que dicho consenso no implica, como creen algunos, la tibieza y la imposibilidad de debatir al otro por temor a que este y los ciudadanos se molesten. Una sociedad democrática no es un club de amigos ni un grupo adicto a los abrazos y dedicado a decirles que sí a todos sobre todo.

 Es más, cierto grado de radicalismo conceptual y verbal, es decir, de polarización, permite a los ciudadanos diferenciar bien entre las distintas opciones y optar por la(s) que se acomode(n) a sus necesidades y preferencias.

El punto es que no se llegue a la violencia que destruya al sistema porque las partes depositan su confianza en este y aceptan las decisiones tomadas en los mecanismos diseñados para escoger a los gobernantes y acatan las decisiones que los órganos de poder toman en virtud de su legalidad, o en caso de no aceptarlas, las cuestionan y se oponen a ellas con acciones como la desobediencia civil y la objeción de conciencia, que ocurren cuando determinados grupos no comparten ciertas leyes, por lo que buscan que sean derogadas, sin que ello implique una oposición al ordenamiento jurídico democrático liberal en su conjunto.

Pero ¿qué ocurre cuando la disputa social es promovida por un grupo que lo que desea es destruir la democracia por las vías legales o la lucha armada o ambas? Aquí las fuerzas se agrupan entre quienes buscan mantener (y mejorar) la democracia liberal, de una parte; y los que intentan derribarla usando los mecanismos que esta proporciona y/o los abiertamente subversivos, por la otra.

En una situación tal, la polarización es política y moralmente inevitable porque son dos concepciones opuestas que no tienen opción de conciliación: Se trata de la libertad versus la nueva esclavitud social; el pluralismo versus el monismo dictatorial de un partido.

Y es claro que la polarización comienza cuando los partidarios de la dictadura y la opresión intentan imponerles a sus adversarios su concepción del mundo y de la sociedad:

En ocasiones, con el sutil (a veces no tanto y sí no, veamos lo que ocurre en Colombia) populismo marxista como programa de gobierno, que endulza el oído de sus objetivos -quizá sea mejor decir objetos- electorales, haciendo promesas incumplibles y promoviendo el odio de clase con fórmulas que han llevado al desastre a países y sus pueblos, como ha ocurrido en Cuba, Venezuela y Nicaragua, para atraer incautos (mi abuela decía que de eso tan bueno no dan tanto).

En otras, de manera abiertamente violenta, mediante la lucha armada de ejércitos de extrema izquierda.

O, con una combinación de ambos, haciendo proselitismo electoral mientras destruyen la economía y la infraestructura del país y atemorizan a los ciudadanos, usando vándalos, a los que califican de presos políticos, que se aprovechan de jóvenes ingenuos, y que están coordinados y financiados con dineros del narcotráfico y la participación de los tres países mencionados, pero también de Rusia, como demostraron las grabaciones publicados por El Tiempo en el día de ayer.

En este contexto, el discurso de defensa de la libertad claro está, polariza, pues toca la esencia de lo que está en juego en Colombia. Pero es que no hacerlo, sería una traición a la Colombia democrática y libre que la mayoría de los colombianos quiere.

Yo entiendo la estrategia de la izquierda radical, que quiere generalizar a todos sus oponentes como paramilitares, mafiosos y corruptos a los que envuelve con el nombre, para ella peyorativo de uribistas. Es que ellos saben que para ganar hay que vender al por mayor un relato falso, pero efectivo – ni Uribe es un paramilitar, ni los que están en contra del Pacto Histórico son todos uribistas, ni se puede calificar a millones de ciudadanos colombianos de despojadores de tierra o mineros expropiadores y destructores del medio ambiente, mafiosos o corruptos-. Qué cinismo e impudicia: en todas partes se cuecen habas, y de lo que se trata es precisamente, de eliminarlos, como el cáncer social que son.  Y para expropiadores, sembradores de coca, narcotraficantes y grandes propietarios de la minería ilegal, mafiosos y corruptos, los grupos armados de extrema izquierda y los que se quedaron con tierras y riquezas que no se entregaron, cuando se desmovilizaron, para reparar a las víctimas.

Al relato de la extrema izquierda hay que oponer el de la democracia, basado en la verdad, la defensa de la libertad y la solidaridad, la transparencia y la pulcritud y denunciando, sin tibiezas o temores, el peligro que se cierne sobre Colombia.

Por eso, no me cabe en la cabeza que políticos que supuestamente defienden el estado de derecho, como Sergio Fajardo o Rodolfo Hernández, se dediquen a descalificar y presentar como igual que Petro a Federico Gutiérrez, su oponente de hoy, haciéndole el juego objetivamente a la extrema izquierda. El palo no está para cucharas. Fieles a nuestra democracia, unidos en torno a su defensa, pacíficamente, como debe ser; en el marco de la constitución y la ley, los demócratas colombianos debemos derrotar electoralmente al Pacto Histórico con la fuerza de los argumentos y la civilidad. Que la polarización que nos impone ese sector no atemorice a los colombianos, ni que los cálculos personales de algunos políticos cieguen el interés nacional.

Publicado en Columnistas Nacionales

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