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Rafael Uribe Uribe  

Tengo una amiga húngara muy especial, vivió muchos años en Colombia y ahora está radicada en Estados Unidos. A los siete años sobrevivió a las “mieles” del comunismo, en su patria, durante la ocupación soviética después de la segunda guerra mundial. Esta es una parte de la historia que recuerda.

Del matrimonio había tres hijos, el mayor de diez años, ella de siete y la menor de un año. Era una familia acomodada y por tanto “enemiga del proletariado”. Su padre militar, campeón y profesor de esgrima, fue capturado por el ejército ruso, enviado a un campo de concentración en Siberia donde estuvo cinco años cautivo y solo le permitían a su familia enviarle dos postales al año cuyos escritos eran censurados por los oficiales soviéticos. Tenían una pequeña propiedad campestre y una casa en Budapest que inicialmente los soviéticos les obligaron a compartir con una familia desconocida. Al poco tiempo sus propiedades fueron expropiadas y la familia deportada de la capital a una población pequeña donde fueron acogidos por unos campesinos que tenían una pequeña casa con piso de tierra, allí diariamente iban los soldados rusos en la noche con linternas a verificar que estuviesen completos. Permanecieron allí un tiempo hasta que un sargento que había sido subalterno de su padre les ofreció alojamiento en otra población cercana a Budapest, capital que jamás les permitieron visitar. Lograron trasladase allí después de tramitar un complicado permiso.

En esa época Hungría tenía diez millones de habitantes, en la rebelión de 1956 tres mil húngaros fueron ejecutados, veinte mil enviados a campos de concentración y unos doscientos mil lograron refugiarse. Como los acuerdos prohibían la ejecución de menores, a muchos los llevaban a cárceles del pueblo hasta su mayoría de edad para fusilarlos cuando la cumpliesen. Su madre se negó a salir clandestinamente de Hungría por temor a que su esposo al ser liberado jamás encontrase a la familia.

Finalmente, su padre obtuvo la libertad, pero de varios de sus compañeros de prisión jamás se supo su paradero o destino. Él logró localizar a su familia, consiguió un trabajo en el campo al que debía llegar en tren viajando todos los días. Con el tiempo, con otros compatriotas lograron llegar a la frontera austríaca que cruzaron de noche para escapar de la tiranía soviética pese a la vigilancia con reflectores cuyas luces podrían detectarlos. En Austria la Cruz Roja los acogió y les ofreció alternativas para ubicarse en otros países.

Inicialmente los padres de mi amiga, que hablaban alemán, quisieron ubicarse en Alemania, trabajaron un período como traductores de la CIA que les proporcionó alojamiento en un hotel; pero ante la imposibilidad de conseguir vivienda por la reconstrucción del país y la gran cantidad de refugiados de los países detrás de la cortina de hierro, su padre logró contactar un amigo radicado en Colombia que le ofreció su apoyo y conseguirle empleo. Viajaron por barco a Cartagena y de allí a Bogotá, por vía aérea, donde el jefe de familia fue contratado como profesor de esgrima en la Escuela Militar. Los sufrimientos de esta familia dan para un escrito que supera con creces el espacio de esta columna.

No es este un caso aislado, es lo que viven millones de venezolanos que deambulan por nuestros países en busca de refugio, alimentación y servicios de salud que en su patria no tienen; los nicaragüenses que tratan de cruzar la frontera de los Estados Unidos a merced de los coyotes; los refugiados de Chile en la época de Allende que ahora se repetirá, y sería nuestro destino si no impedimos la pérdida de la democracia.

Ojo con el 2022.

El Rincón de Dios

“Tu mente siempre te recuerda lo malo, lo difícil, lo negativo. Recuérdale tú a ella tu grandeza, tu inmensidad, tu pasión, tu fortaleza.”

Publicado en Columnistas Nacionales

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