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Rafael Rodríguez-J*

El pasado 19 de noviembre se cumplieron 10 años del insólito fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, en relación con el litigio territorial y de delimitación marítima entrabado entre Colombia y Nicaragua desde el año 2001.

En esa sentencia proferida en el 2012, la Corte ratificó la soberanía de Colombia sobre las islas de Alburquerque, Bajo Nuevo, Sureste, Quitasueños, Roncador, Serrana y Serranilla, declaró inadmisible la pretensión de Nicaragua para que se dividiera por partes iguales los derechos sobrepuestos en la plataforma continental de ambas naciones y, estableció, una línea de frontera marítima única entre ellas que delimita la plataforma continental y las zonas económicas exclusivas, mediante líneas geodésicas que unen puntos con coordenadas, las cuales fueron señaladas detalladamente y, además, determinó un límite de frontera marítima única en torno a las islas de Quitasueño y Serrana con lo que se fracturó la unidad territorial marítima del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina.  

En consecuencia, el fallo hizo que el mapa de los territorios marítimos que Colombia alegaba como propios cambiara radicalmente, al reconocer soberanía y derechos a Nicaragua hasta 200 millas náuticas contadas desde sus costas, y a Colombia, tan solo soberanía sobre las aguas que rodean las islas y cayos en disputa hasta las 12 millas, con lo que se desconoció lo pactado en el Tratado Esguerra-Bárcenas firmado en 1928 que determinaba como línea de frontera marítima entre los dos naciones el meridiano 82º.

Se debe recordar, que el pasado 21 de abril, la misma Corte emitió otro fallo en relación con la nueva demanda interpuesta por Nicaragua contra Colombia por violar el derecho internacional, así como lo establecido en tratados en relación a derechos de soberanía y exceder la delimitación marítima, el cual, a pesar de no haber sido favorable para Colombia, no significó ningún tipo de desmedró en cuanto a su soberanía sobre el Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, como tampoco, ningún tipo de concesión, sanción o imposición de indemnización económica.

En esencia, el fallo de abril pasado resultó neutro e inocuo, por tan solo reducirse a formular una amonestación a Colombia, para que suspendiera sus operaciones navales y sus actividades de pesca e investigación marítima en aguas de la zona económica exclusiva de Nicaragua, pero, infortunadamente, la Corte se mantuvo en los yerros en que incurrió en el año 2012, cuando abusivamente delimitó las fronteras marítimas de Colombia y Nicaragua, y, además, las de otras nueve (9) naciones en un fallo insólito, intrincado e inaplicable.

Pero más allá de las voraces pretensiones de Nicaragua, lo que sí amerita análisis es, cómo la Corte empieza a pagar sus protuberantes errores y desvaríos jurídicos del 2012, cuando dictó una sentencia contraria a derecho que violentó su propio reglamento, afectó derechos de terceros países, incurrió en incongruencia al conceder más y distinto de lo pretendido (Ultra y Extra Petita), desconoció el principio Pacta Sunt Servanda, y, creó una extravagante jurisprudencia en materia de delimitación de aguas territoriales.

Todo fallo, sentencia o laudo, merece consideración, respeto y acato, sin perjuicio que las partes en contienda puedan interponer recursos, cuando se profane el debido proceso o el derecho a la defensa o, cuando el juzgador desconozca hechos ciertos con valor probatorio o abusivamente se arrogue potestades que no le competen, y esto último fue lo que hizo la Corte en el año 2012.

El respeto que se le debe a la Corte Internacional de Justicia de La Haya, no incluye, indulgencia y sometimiento a sus errores, máxime si son flagrantes y de hecho vician de nulidad sus propias decisiones.

Fue claro, que el con el fallo del 2012, la Corte violentó el Derecho Internacional; afectó derechos de terceros países; desconoció la autodeterminación de varias naciones: incurrió en incongruencia al conceder más y distinto de lo pretendido; y, creó una absurda jurisprudencia en materia de delimitación de aguas territoriales.

Tambien fue claro, que la Corte no solo desconoció los límites marítimos entre Colombia y Nicaragua al amparo del Tratado Esguerra-Bárcenas, sino que además, desconoció tratados de las naciones en contienda suscritos con terceros países, creando un nuevo mapa que altera y perturba el orden geopolítico del Caribe.

Lo anterior supuso, que para que Colombia pudiera cumplir el fallo, obligatoriamente debía modificar sus fronteras con otros países, lo que terminaría siendo también una imposición para ellos. Este solo yerro, hizo inocuo e inejecutable el fallo.

Pero más grave aún resultó para la comunidad internacional, la aventurada jurisprudencia de la Corte, al pretender alterar los principios que rigen la delimitación de las áreas marinas adyacentes a costas y archipiélagos, como son el mar territorial, las zonas contiguas y las zonas económicas exclusivas.

Si bien los fallos de la Corte son inapelables, en su mismo reglamento se establece, que en caso de haber desacuerdo en cuanto al sentido o alcance de ellos, la Corte los debe interpretar y aclarar a solicitud de cualquiera de las partes en contienda, y esto, fue lo que no hizo el gobierno de Juan Manuel Santos, existiendo la posibilidad de solicitar aclaración del fallo, y para ello, tan solo bastaba invocar el artículo 59 del reglamento de la Corte, en cuanto a la afectación de derechos de terceros países no vinculados a la contienda, tal y como literalmente se establece en ese apartado que a la letra dice: “La decisión de la Corte no es obligatoria sino para las partes en litigio y respecto del caso que ha sido decidido.

Durante el gobierno de Santos, Colombia perdió una oportunidad irrepetible para sentar un precedente, en cuanto al respeto y acato que merecen las decisiones de la Corte Internacional de Justicia, pero siempre y cuando esas decisiones no violen su propio reglamento; no quebranten el orden jurídico internacional; respeten la soberanía y la autodeterminación de las naciones; y, no desconozcan tratados suscritos entre países.

Ante esa inexcusable omisión del gobierno Santos, Colombia debe moderar sus operaciones navales y sus actividades de pesca e investigación marítima en las aguas de la zona económica exclusiva de Nicaragua, pero sin renunciar a combatir el tráfico de narcóticos, y mucho menos, permitir que prosperen las pretensiones del dictador Ortega de desconocer la soberanía de Colombia sobre el archipiélago y de seguir mutilándolo y desmembrando como resultado de un fallo espurio, que, como está probado, ha provocado más litigios que el que pretendió resolver.

En dos semanas, Colombia y Nicaragua de nuevo se encontrarán en La Haya, esta vez, en relación con la desmesurada pretensión del régimen de Managua de extender su plataforma continental más allá de las 200 millas náuticas. Ojalá que Petro y sus agentes negociadores, no se plieguen a la ambición indebida e insaciable del dictador Ortega.

*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Litigante. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional. Catedrático Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.

 
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