De ahí la decisiva importancia que tendrán las elecciones del 29 de mayo, en las que, por encima de nuestras inconformidades, quejas y reclamos; por encima de nuestros principios, valores y convicciones; y, por encima de nuestras diferencias y discrepancias políticas e ideológicas, tendremos que decidir, entre mantener nuestro perfectible Estado Social de Derecho o acoger el populismo comunista.
El próximo presidente de Colombia, cualquiera que sea, tendrá la obligación de diseñar y realizar una reforma estructural que corrija las profundas desigualdades sociales. Además, deberá ser implacable en la lucha contra la corrupción, solvente en economía, acendrado en administración, efecto a la planeación, obcecado por la educación, paladín del orden y respetuoso de la ley y la justicia, sin cejar en la guerra frontal contra el terrorismo y el narcotráfico, y menos, en la lucha contra la pobreza y la exclusión.
Para acortar el camino hacia el progreso, deberá renunciar al conformismo que depara la evolución previsible de un modelo económico conservador, incapaz de modificar la realidad del mercado y tan solo bueno para atacar los efectos y no el origen de la causa de los problemas.
La meta cimera de su mandato deberá ser la construcción de un nuevo modelo económico audaz y sostenible, capaz de dinamizar la generación de empleo, resolver las necesidades básicas de la población vulnerable, nivelar la salud, universalizar la educación y fortalecer la justicia para así poder ambientar la paz que asegura la gobernabilidad.
Respetando con celo la iniciativa y la propiedad privada, deberá detener la creciente concentración de la riqueza y mejorar la redistribución de ella; solo así logrará consolidar la democracia y desterrar la demagogia populista que asola la región.
Cerrar la brecha entre pobres y ricos es urgente y no da espera; pero hacerlo otorgando subsidios y subvenciones paternalistas que aumentan el déficit, el endeudamiento y los impuestos, es engañoso y peligroso.
La política fiscal en Colombia es amorfa, repentista e irracional, causa desigualdad, obstruye el crecimiento, desalienta el empleo, castiga el consumo y otorga injustos beneficios a sectores solventes. Para promover inversión, reducir pobreza, aumentar demanda y alentar crecimiento, es prerrequisito abolir todos los impuestos directos e indirectos al empleo y al consumo de bienes básicos.
De ceder la pandemia, el nuevo presidente tendrá que acometer una reforma fiscal inspirada en equidad, que abone a la abultada deuda social, en la que los impuestos sean proporcionados y progresivos al ingreso y exonerados de ellos la canasta familiar, la salud, la educación, la vivienda, el transporte, los bienes de capital, los servicios públicos domiciliarios, así como aquellos bienes que el país no produce o cuya producción es insuficiente.
También deberá restituir la competencia en el mercado financiero, racionalizar las tasas de interés, acabar los abusivos cobros de los servicios bancarios y detener la escalada de precios concertada por sectores protegidos que abusan de su posición dominante.
Una tarea tan ingente, compleja y exigente, demanda carácter y formidables capacidades, cualidades y virtudes, de ahí la necesidad de elegir un candidato que las aúne y que, en lo posible, su gobierno sea de unidad nacional en el que converjan las mejores y más esclarecidas inteligencias del país.
Para Winston Churchill, la diferencia entre un político y un estadista, es que el primero solo piensa en el triunfo electoral, mientras que el segundo, en las futuras generaciones, en la unidad de la nación y en la sostenibilidad del Estado.
A su vez José Ortega y Gasset afirma, que el "hombre de Estado" debe tener "virtudes magnánimas" y carecer de “vicios perversos y pusilánimes". Según Ortega y Gasset, normalmente el estadista es incomprendido por visionar y planificar a largo plazo, entre tanto, el político populista es comprendido por decir lo que a corto plazo se quiere oír.
Por su parte Federico de Amberes predica: “Los electores no deben confundir entre un populista, un político, un intelectual y un estadista. El populista se ocupa en restar y destruir; el político en figurar y anunciar; el intelectual en señalar y criticar; y, el estadista en prospectar y ejecutar.”
Ya es tiempo de elegir un candidato poseedor de ciencia, virtud y sabiduría, y con talante de estadista, que pueda, no solo soñar, sino disoñar una patria mejor, que tenga capacidad para hacer posible la esperanza de progreso y así desterrar el populismo comunista que nos acecha.
Tengo la ilusión, la convicción y la certeza, que el próximo presidente de Colombia será un estadista joven, adelantado y visionario, con alta estatura intelectual e insospechada capacidad, decisión y valor, para mantener a Colombia en el sendero de la democracia, el respeto, el orden, la justicia, la expansión económica y el progreso social.
Nunca antes como ahora, votaré con tanta certeza y convicción cívica, jurídica y académica por el futuro de Colombia, e invito a todos los colombianos a hacerlo, sea cual fuere la elección, pero siempre y cuando no comprometan la continuidad de la democracia y la libertad.
Por mi parte votaré con profunda convicción por Federico Gutiérrez, quien ha dado suficientes muestras de su capacidad, coraje y valor para reunificar la nación y conducirla al progreso.
Colombia necesita un estadista no un populista incendiario.
*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Litigante. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional. Catedrático Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.