“Así es como comienza a sentirse aquí la guerra”, me dije al ver el cartel de ‘No se venden más de dos aceites de girasol por persona’ en una tienda de Barcelona. Más allá de las marchas masivas en contra de la invasión a Ucrania o de las cajas en donde se reciben ayudas para los más de dos millones de refugiados que van hasta ahora, la gente empieza a darse cuenta de que no puede escaparse de un conflicto que ya deja más de dos millones de refugiados y miles de muertos.
Todavía con incredulidad, registramos atrocidades que van desde disparar un misil contra un hospital materno infantil hasta condenar a la inanición a los habitantes de Mariúpol, la ciudad junto al mar Negro que permanece sitiada. Y eso ha sucedido en diecinueve días, por cuenta de la voluntad de un psicópata que atacó a una nación pacífica solo porque, como en un juego de Risk, quiere anexársela a su territorio.
Escucho al experto Stephen Kotkin hablando para ‘The New Yorker’ al respecto. Dice que esta es la Rusia que conocemos. La Rusia de Pedro el Grande, de Alejandro I, de Stalin. La nación más grande del mundo. Una nación-civilización que lleva en su ADN un sentido de importancia y poder que ha estado siempre ahí. En la grandeza de la literatura, la música, la danza y la ciencia. En el ingenio de sus ajedrecistas. El destino de un territorio que es 16 veces el de Colombia ha sido el de descollar, brillar, llevar su sentido de la excelencia a donde haya que ir.
Por oposición a lo que se conoce como valores occidentales –una categoría que no es geoespacial, pues incluye a países como Japón–, con el estado de bienestar europeo a la cabeza y la democracia norteamericana en primera fila, aparece un verdadero autócrata. Sea el momento para recordar que la definición de “Occidente” es más conceptual que geográfica, al incluir Estados democráticos donde se respetan las libertades individuales, de mercado, de expresión o los derechos de las minorías. En este orden de ideas, Venezuela queda en Oriente. Junto al déspota de Vladimir Putin, Nicolás Maduro muestra una sonrisa macabra y más ahora que Joe Biden le guiña el ojo.
¿Creería realmente Putin que Ucrania no era un país? ¿Pensó que su poderío militar iba a arrodillar a un pueblo y forzarlo a entregarse en cuestión de una semana? ¿Pensó acaso que porque Estados Unidos salió de Afganistán ya estaba derrotado? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que para Vladimir Putin, Occidente es su enemigo.
Así, los amigotes de Putin, como los de Maduro (en su momento los de Chávez), se dedicaron a expropiar a quienes no eran “de los suyos” para quedarse con sus bienes y fortunas. Suprimiéndoles las alternativas a quienes antes hacían parte de una élite económica y política, prosperó una nueva clase de exagentes de la KGB y expracticantes de judo a quienes ahora premia tanto como intimida.
Si bien lo más probable es que Vladimir Putin ya se haya dado cuenta de que Ucrania sí es una nación, llena de valientes guerreros dispuestos a luchar por su libertad, los mandatarios de su estilo no serán nunca recordados por reconocer sus errores. ¿Continuará la destrucción hasta convertirla en una nueva Chechenia, en otra Bosnia o en otra Siria? ¿Será capaz de ampliar el rango de sus ataques o incluso de usar su arsenal nuclear? Por desgracia, ese puede ser el caso al ser una sola persona aislada, enloquecida y paranoica, la que tiene el control de mando en sus manos. Es por esto que la democracia no puede darles juego a delirios mesiánicos de aquellos que se muestran como salvadores, pero en el fondo son déspotas incontenibles. Por esa razón, me temo que en todas partes seguiremos sintiendo una guerra cuyo fin no parece cercano y de la cual sabemos solamente cómo comenzó. Por desgracia, estamos muy lejos de saber cuál será su desenlace.
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https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 13 de marzo de 2022.