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Luis G. Restrepo     

Firmado dos veces y manoseado al extremo, el acuerdo negociado con las Farc naufraga hoy en las espesas aguas de la tendencia colombiana a no resolver los problemas y a mantener vivos los conflictos que no permiten pasar la página. Y de las instituciones que se crearon dizque para ofrecer verdad, justicia y reparación no quiere saber nadie porque ya fracasaron.

El acuerdo fue la bandera del expresidente Juan Manuel Santos para reelegirse y detrás de él se alinearon quienes vieron la posibilidad de mantener su vigencia en la cada vez más oscura política de nuestro país.

Pese a ello, era la posibilidad de superar la violencia por lo cual mereció al principio el interés de muchos colombianos que vieron en eso la esperanza de cambiar la guerra eterna por una convivencia más tranquila.

No importó que el acuerdo fuera derrotado en un plebiscito y que el propio gobierno hubiera hecho todas las maromas posibles para desconocer las mayorías que votaron no, respaldado por un Congreso que vio en ello la posibilidad de reelegirse. Tampoco, que la Corte Constitucional desconociera los riesgos que lo pactado significaba para el país y aprobara lo que tiene todas las características de un golpe a las instituciones jurídicas.

Había que firmarlo y se firmó. Y había que esperar sus resultados y cinco años después, muy poco de eso se ha logrado. Existen incumplimientos del Estado porque lo firmado era imposible cumplirlo y así lo sabían quienes lo negociaron y lo firmaron como representantes de las instituciones. Y porque, también se sabía, las Farc no tenían intención de cumplir lo pactado, de indemnizar a sus víctimas y de asumir las consecuencias de su barbarie.

Cinco años después, existe una Justicia Especial de Paz, arrogante e inútil que no ha emitido un solo fallo, ni uno solo, contra los autores de miles de atrocidades que las víctimas que sobrevivieron les contaron a los magistrados rodeados de todas la prosopopeya y las fanfarrias posibles. Nada de cumplir su deber, mientras en Estados Unidos un juez condenó a las Farc a pagar US$ 36 millones por la esclavitud y la barbarie a la que sometieron a Íngrid Betancourt.

Y las Farc se dividieron entre quienes siguen siendo lo de siempre, un vulgar cartel de las drogas comandado por quien negoció el acuerdo y varios de sus cabecillas sanguinarios, y, por otro lado, los que siguen impunes en el Congreso, respaldados apenas por cincuenta mil votos que les dieron diez curules. Ni una sola sanción les han impuesto esos jueces distantes y arrogantes de la JEP, quizás porque saben que el día que lo hagan se tiene que acabar esa corte.

Y, ¿qué decir de la Comisión de la Verdad? Que hoy, cinco años después, no hay verdad. Y que su período debió ser prorrogado porque no ha encontrado la verdad. Y que con seguridad no la encontrará, empeñada como está en mantener un sesgo ideológico inocultable que le ha llevado a perder el apoyo de los colombianos.

Entre tanto, miles de desmovilizados están expuestos a la venganza y la extorsión de quienes fueran sus jefes y compinches, mientras el gobierno trata de cumplir lo imposible. Y casi ninguno de los que se lucraron de la supuesta paz firmada dos veces habla de ella porque ya no les sirve para reelegirse.

Así se muere de manera lenta la mejor posibilidad que ha tenido Colombia de ponerle fin a la violencia endémica que consume sus energías y su futuro. Lo mismo o peor que antes.

Sigue en Twitter @LuguireG

https://www.elpais.com.co/, Cali, 16 de enero de 2022.

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