Aunque sea una perogrullada, no sobra recordar que la premisa fundamental de nuestra acción internacional tiene que ser la defensa del interés nacional. Esto supone que Colombia no debe sacrificar su margen de maniobra, su soberanía, por lo que otros definan como las inquietudes de la comunidad internacional. Colombia es un Estado soberano que, no obstante sus imperfecciones, la violencia sufrida y la difícil situación de derechos humanos por la que atraviesa desde hace varias décadas, es una democracia que sin complejos debe definir libre y autónomamente cuáles son sus prioridades frente a la comunidad internacional y avanzar y proteger sus intereses respetando las reglas del derecho internacional.
Las fachadas pueden ser útiles en el corto plazo, pero las máscaras llagan la piel y tarde o temprano se caen. Esto significa que Colombia debe alejarse de la preocupación por las apariencias y concentrarse en las consecuencias de sus decisiones, especialmente de las que se derivan obligaciones jurídicas globales. En vez de seguir tendencias firmando impulsivamente compromisos que luego se traducen en el señalamiento, Colombia debe estudiar seriamente los posibles deberes frente al mundo que podría asumir y solo aceptar los que está en capacidad de honrar. Hacerse parte de tratados que dificultan la industrialización pendiente, paralizan la toma de decisiones estratégicas o debilitan la reputación internacional del Estado sin detener las violaciones de derechos humanos, pero sirviendo a los enemigos de la libertad y la democracia, no parece lo más adecuado. La legislación internacional que aceptamos debe estar al servicio de Colombia, no Colombia a su merced (cuando a Abraham Lincoln le advirtieron que estaba violando la Constitución al suspender el habeas corpus durante la Guerra de Secesión, replicó que no tenía sentido salvar a la Constitución si se sacrificaba al país).
Paralelamente, Colombia debe profundizar y forjar alianzas con las naciones que comparten nuestros valores básicos: la defensa de la democracia como la mejor forma de gobierno, el apego al liberalismo político heredero de La Ilustración reflejado en el constitucionalismo occidental y en el derecho internacional de los derechos humanos como nuestro guion moral y la confianza en la economía de mercado como el sistema económico que más ha traído bienestar material a la humanidad. La salvaguarda eficaz de estos ideales demanda realismo político. Esto implica, pese al llamado de la Constitución de 1991 a privilegiar la integración latinoamericana y del Caribe, loable sueño de El Libertador obstruido por la Guerra Fría, que en 2021 se niega a desaparecer de nuestro sub-continente, seguir fortaleciendo nuestro vínculo con los Estados Unidos. Esta relación especial debe ser compatible con un pragmatismo realista que entiende que el límite de nuestra política exterior es el universo; es decir, con inteligencia y cabeza fría Colombia debe establecer o fortalecer puentes con otros Estados sin arriesgar nuestra amistad con Washington.
En el plano económico, Colombia debe explotar sus ventajas naturales y encontrar mercados a los que todavía no llegan nuestros productos o que son explorados tímidamente. Si Colombia ha optado desde finales de los ochenta y comienzos de los noventa del siglo pasado por el aperturismo económico, una apuesta que el país ya está obligado a cumplir -al margen del debate entre, por un lado, liberales neoclásicos que privilegian la libre circulación de bienes y servicios y, en teoría, al consumidor por el abaratamiento de precios ante más competencia; y, por otro lado, proteccionistas cepalinos amigos de la sustitución de importaciones como vía para la industrialización-, no queda más camino que innovar productos, agregar valor y hacernos más competitivos para vender a más países.
Aunque el realismo político continúa marcando los designios del mundo, el multilateralismo, pese al déficit democrático que en ocasiones puede acarrear, sigue siendo un ideal planetario. Esto exige encontrar un equilibrio entre la prudencia y la relevancia. Donde hay pocas cosas en juego, el silencio parece aconsejable. Pero donde hay mucho que ganar o que perder, Colombia debe ser más proactiva asumiendo una posición de mayor liderazgo, en lugar de dedicarse simplemente a reaccionar y refugiarse en la pasividad. Dicho de otro modo, a veces puede ser recomendable pasar como extra, pero otras es apremiante convertirse en protagonistas con objetivos claros y estrategias definidas, por ejemplo, promoviendo la ubicación de colombianos en posiciones claves, defendiendo las palabras y los discursos que sirven a nuestros intereses en todos los documentos pertinentes (informes, declaraciones, resoluciones, tratados) y, si llega a ser necesario, no temiendo a romper consensos: la contradicción también da un lugar en el mundo.
Un país que tiene aproximadamente al diez por ciento de su población en la diáspora -casi cinco millones de personas- debe continuar modernizando su servicio consular. Los trámites consulares y migratorios, que no deben ser separados de la política exterior, deben hacerse más expeditos y servir para generar confianza en las instituciones. La racionalización de procedimientos debe estimular el turismo en Colombia, el retorno de los nacionales que así lo deseen y el establecimiento y la inversión de quienes estén dispuestos a amar a este país y generar riqueza.
El litigio territorial con Nicaragua (aunque la Corte Internacional de Justicia tomó una decisión en 2012 que determinó la delimitación marítima, ante el mismo tribunal cursan dos procesos más: uno sobre la plataforma continental, otro sobre una supuesta violación de espacios nicaragüenses por Colombia), del que penden acuerdos sobre límites con otros Estados, deja una lección, en especial de cara a la definición del límite marítimo con Venezuela: nuestras fronteras deben ser aclaradas, idealmente, mediante negociaciones directas entre las partes, no a través de sentencias judiciales.
Todo lo anterior requiere una infraestructura sólida, una carrocería fuerte. Es indispensable seguir progresando en la consolidación del servicio exterior de carrera, tanto por una cuestión de principio (el avance de la igualdad de oportunidades para acceder al empleo público y, por tanto, de la democracia) como de conveniencia (la oportunidad de mantener la memoria institucional y contar con diplomáticos profesionales). Esto supone robustecer la carrera diplomática, especializar a los funcionarios sin perjuicio de promover en nosotros una visión general de los asuntos globales, aprovechar nuestros conocimientos y talentos y estudiar métodos de trabajo que, sin romper con la jerarquización y el seguimiento riguroso de instrucciones impartidas por la capital, nos den más flexibilidad a los diplomáticos para reaccionar rápidamente ante los retos que la dinámica de las negociaciones y otros servicios exteriores más sofisticados pueden crear.
Finalmente, es esencial reconocer que la política exterior no es fin en sí misma. La política exterior está al servicio del bienestar interno, y más bienestar y estabilidad internos permiten a un país ser más relevante en las cuestiones que preocupan a la humanidad. La tarea estriba en sacar el mejor partido posible de las oportunidades presentes con los recursos a mano: ser audaces para alcanzar el lugar en el mundo que nos merecemos.