Pues bien, a propósito del tema que nos convoca en estas líneas, es preciso aclarar que nuestra monarquía criolla viene ejerciendo el poder hace décadas, de generación en generación y con apellido, con históricos clanes y casas políticas marcadas en los territorios solo que hemos observado a la fecha la plena evidencia de lo que significa creerse un monarca que ha pensado en su investidura como un antes y un después al servicio del bien público. ¡Toda una locura demencial!
Para comenzar es útil contextualizar sobre el significado de monarquía como una forma de organización del Estado en la que la jefatura y representación supremas son ejercidas por una persona a título de rey o reina denominada corona, reino o imperio. Suele ser típica de países europeos como Reino Unido, España, Bélgica, Países Bajos, Dinamarca, Mónaco, Luxemburgo, Noruega, Suecia, o Japón.
Recordemos que son estas unas monarquías constitucionales surgidas de la constitución francesa de 1791, posicionándose desde entonces con un toque republicano a gusto del pueblo llamado monarquía parlamentaria donde el rey es el jefe del Estado, pero sus actos son refrendados por el presidente del gobierno o primer ministro en quienes recae toda la responsabilidad de dichos actos. A decir verdad, a la gente le gusta la monarquía por ser un cuento de Hadas pero resultan ser parasitarias y muy costosas para sus economías.
Aclarado lo anterior, y por supuesto, estando atento al comentario de los eruditos historiadores de este país con agenda política marcada con la verdad única y revelada, daremos paso breve a lo que desde muchísimo tiempo atrás ha venido sucediendo aquí.
Hablemos claro, probablemente, en Colombia desde inicios del siglo XX hasta nuestros días, la figura presidencial fue tomando cada vez más una mayor relevancia debido a que los votantes de entonces sentían casi que una comunión directa con el derecho a elegir a su elegido en tiempos marcados por la ruralidad, las pocas letras, el fervor bipartidista entre conservadores y liberales, el atraso y la miseria social, el impacto de dos guerras mundiales, el asesinato del caudillo, el surgimiento de las guerrillas, un general en casa de Nariño, la corruptela más emblemática de ese siglo con el frente nacional, la nueva agenda narcotraficante, los magnicidios de connotadas figuras políticas del momento, el paramilitarismo y su estela sangrienta, las abismales brechas económicas entre unos pocos con casi todos, una nueva carta política, recurrentes diálogos de paz estériles con guerrillas narcoterroristas, el recrudecimiento y la escalada del conflicto armado interno mezclado con terrorismo y barbarie, el auge del discurso progresista y su probada incompetencia para gobernar, las tomas guerrilleras disfrazadas de estallido social y la actualidad de los grandes escándalos de corrupción con triste final, la impunidad de sus peces gordos.
Pero siempre hubo una constante innegable en este devenir histórico, el poder político y económico manejado como una gigante macro empresa, en cabeza de un presidente quizá mal rodeado por un sequito de amigotes circunstanciales que inició dando los grandes debates mirando a los ojos al país y ha terminado siendo una auténtica desfachatez porque se han comprado las conciencias de quienes han estado en otros escenarios de poder, se han pagado sus favores feriando chorros de dinero publico y ya nada es relevante e importante sino proviene del puño, letra y verbo del presidente de la República.
Tal como ocurrió en el ayer, la transacción, la dádiva, el clientelismo, la corrupción, compra de votos, el saqueo presupuestal y la falta de respeto y empatía para con la ciudadanía, siguen siendo la explicación perfecta del por qué ésta demostrado que el presidencialismo ha sido el régimen diseñado para disimular el poder omnímodo similar al de una monarquía.
Jocosamente alguna vez le escuché decir a un profesor de mi posgrado (2022) que “la diferencia más clara entre un rey y un tirano es que el rey se apega a las leyes de naturaleza, mientras que el tirano las transgrede” (Bodino). Precisamente, es la burla a la ley, es la trampa, es su no aplicación por parte de la justicia la que ha terminado de engrandecer al monarca criollo que finge de presidente.
De modo similar ocurre en la creación de las leyes donde congresistas impolutos pupitrean sus votos sin previa discusión ni exámenes de conveniencia para el país con la aprobación de la agenda legislativa impuesta desde palacio a cambio de poder burócratas y vigencia electoral. Ambos, legislativo y rama judicial terminan por ser un solo ente liderado por el monarca-presidente tan poderoso como hostil para quienes se declaren en el ejercicio democrático de la oposición y la independencia.
Por estas razones es que el presidente es un monarca político ya que sus facultades y prerrogativas tanto constitucionales como metajurídicas le permiten aplastar a quien quiera aplastar y pontificar a quien él desee.
Es cierto, mucho de esto esta en la carta magna, lo que no está allí es la validación de la arbitrariedad, de desconocer disimuladamente el respeto al equilibrio de poderes, de convertir a sus críticos en plebeyos cortesanos a cambio de posición política y rango social. No está taxativamente señalado en la constitución que el monarca disfrazado de presidente nombre de “conde o duque” a cuanto acucioso ideologizado que predique abierta y descaradamente el nuevo credo político del cambio. Tampoco que se privilegie a familiares y allegados como importantes beneficiarios de negocios, concesiones, nombramientos diplomáticos o tratos preferenciales de impuestos con hacienda pública; tampoco está la imposición a sangre y fuego del sesgo ideológico, ni la guerra sucia contra la propiedad privada y los empresarios. Menos estará el permiso para que el Estado claudique ante los violentos y que se confabule un gran fraude electoral en el 2026 para seguir en el poder.
Con conciencia ciudadana, sanción social, voto responsable e imperio de las instituciones democráticas se podrá regresar al presidencialismo.