Estamos atravesando la que probablemente es la mayor crisis política de la historia de Colombia. Para empezar, el actual gobierno, cuando se acerca a la mitad de su periodo, se caracteriza por una ineptitud y una mediocridad nunca antes vista, con el agravante de que podría tratarse de una medianía buscada a propósito por intereses ideológicos. Decrecer, destruir todo lo que funciona, convertirnos en dependientes del Estado, sumisos a la espera de una cajita con escasa y pésima comida, como en Cuba o Venezuela, y así convertirnos en un paraíso comunista.
En segundo término, tenemos una administración caracterizada por los escándalos desde su misma elección, que afronta un serio problema por la violación de los topes de financiación de las campañas electorales que podría concluir con la destitución del Primer Mandatario, lo que este individuo considera como un “golpe blando” para defenestrarlo del poder. Y aunque es difícil que las cosas vayan tan lejos, la prensa señala al menos 15 escándalos de corrupción en 20 meses de gobierno, lo cual es todo un récord. Tan solo el más reciente, el de la compra de congresistas para hacer pasar las reformas que interesan en Palacio, es lo más grave que se ha destapado en décadas.
En tercer lugar, tenemos un presidente solo y acorralado que ahora exhibe sus orejitas de lobo y se comporta como un verdadero psicópata dedicado a lanzarle a sus opositores gruesos improperios que desdicen de la honorabilidad que debe tener un Jefe de Estado. Llamar “terrorista” a un expresidente, cuando el único terrorista es el señor Petro, o “vagabundos” a los magistrados del Consejo Nacional Electoral, que investigan la violación de sus topes, es indigno de un primer mandatario.
Como si fuera poco, este individuo ha convertido sus intervenciones públicas en actos de clara extorsión y amedrentamiento al señalar repetidamente que ‘su pueblo’ protagonizará un nuevo “estallido social” si las ‘élites oligárquicas’ no permiten las reformas que se necesitan para alcanzar el ‘cambio’ que prometió en su campaña. Es decir, o le permitimos destruir el país con sus lesivas reformas de manera lenta y casi imperceptible, o saca de nuevo sus hordas a las calles mientras él se deleita cual Nerón viendo arder a Roma.
Al mismo tiempo, amenaza de manera reiterada con permanecer más tiempo en el poder si ‘su pueblo’ se lo pide, lo que configuraría una violación del ordenamiento constitucional o, para decirlo más claramente, un verdadero golpe de Estado, por cuanto su periodo de gobierno concluye el 7 de agosto de 2026 y no tiene ninguna posibilidad legal de alargue, aún si el ‘pueblo’ petrista fuera ampliamente mayoritario, que no lo es.
Pero Petro, además, le añade a la confusión el elemento de negar que desea reelegirse, por lo que habla de la necesidad de prolongar el proyecto “progresista” en cabeza de otra persona, lo cual es improbable por los pésimos resultados de su administración, cosa que augura un castigo en las urnas como ya ocurrió en las elecciones regionales de octubre de 2023.
De ahí que este orate cuelgue sobre nuestras cabezas esa espada de Damocles que es el tal ‘proceso constituyente’, golpe de Estado en ciernes mediante el cual Petro se atornillaría en el poder sin que las instituciones digan esta boca es mía. Con semanas que el guerrillero lleva perorando sobre el asunto, no se entiende por qué la Corte Constitucional, guardiana de la Carta Política de 1991, aún no se ha pronunciado para indicarle a este sujeto que no tiene ninguna autoridad para promover cambios constitucionales por vías diferentes a las previstas en la misma Constitución.
Intentar una transformación de esta naturaleza por caminos ilegales es un delito que da cárcel, como le ocurrió al presidente del Perú, Pedro Castillo, aunque aquí no parece haber autoridades dispuestas a cumplir la ley. Les asusta la lengua desatada de un desequilibrado mental que no está en condiciones de ser presidente. Nuestra democracia está en un grave peligro. El día de la quema, se verá el humo.
@SaulHernandezB