Las cosas habrían podido ser peores, sin duda, mejores, imposible. Tal vez sobrestimamos las capacidades destructivas del siniestro personaje que funge, de muy mala manera como presidente de la República, pero esto no nos brinda ningún sosiego; al contrario, puede ser motivo de mayor angustia. Cuando reciben el diagnostico de una enfermedad grave, el enfermo y sus cercanos creen que el deterioro va a ser inmediato y no siempre es así pudiendo generar falsas esperanzas hasta descuidar el tratamiento como si la misma enfermedad se hubiese transformado en benigna por obra y gracia del Espíritu Santo. A la enfermedad hay que atacarla; convivir con ella trae consigo el deterioro creciente del organismo que no tendrá un desarrollo normal mientras no se erradique el mal.
¿Estamos condenados a este padecimiento los siguientes tres años y veintiún días lo que podría hacer que se convierta en crónica y aguda? Así parece, y como van las cosas tiende a empeorar. No se le está combatiendo sino con paños de agua tibia.
La ineptitud de Petro, y de su corrupto equipo de gobierno, lo es en todo: tanto para lo bueno como para lo malo. Podríamos decir que es una suerte, pero no es así; el daño puede ser mayor, como el causado por un torpe verdugo, con consecuencias desastrosas.
Es innegable que el descontento de los colombianos es generalizado –ya sea de quienes siempre hemos repudiado a este político de pacotilla, como de aquellos que votaron por él- y cada vez mayor. ¿Por qué tendríamos que soportar más este calvario? No habría ninguna justificación si viviéramos en una verdadera democracia. El que, en unas votaciones por cierto fraudulentas, se haya elegido a alguien que en el ejercicio de sus funciones de muestras de no estar capacitado para el cargo, como lo es en este dramático caso que supera cualquiera conocido de nuestra historia, no debería permitírsele mantenerse durante todo el periodo. En tal caso la democracia quedaría secuestrada mientras se impone el autoritarismo y la dictadura. Una oposición política que defienda el estado de derecho, en su esencia no solo en su forma, tendría el deber de hacer aplicables los mecanismos jurídicos para que se interrumpa un periodo presidencial en el que se haya instalado un gobierno que no vela por los intereses de la patria.
Han sido 344 días de incertidumbre y de inestabilidad, plagados de zozobra, que nos están llevando al abismo ante nuestra mirada. Nos estamos convirtiendo en espectadores de nuestro propio declinar y eso no nos lo podemos permitir. Debemos empezar por exigirnos a nosotros mismos no seguir postrados y tomar una actitud combativa sin dar tregua ante los embates del enemigo, que no es otro que el mismo quien nos gobierna de tan mala manera entregándonos a las garras de la criminalidad y condenándonos al subdesarrollo con sus políticas lacayunas que nos avergüenzan ante el mundo.
344 días han transcurrido en los que, milagrosamente, hemos sobrellevado una situación que habría podido ser insostenible. En virtud de ese regalo de la providencia tenemos que responder de manera enérgica sin dejarnos caer en la inmovilidad que nos llevaría a la servidumbre en un país que tiene todo para ser grande y poder responder a las expectativas de todos sus ciudadanos.