Siempre hemos dicho que los incrementos generosos del salario mínimo suelen ser más lesivos para la economía y para las clases más necesitadas que un aumento prudente y bien ponderado. Así mismo, que jugar con el mínimo es una de las armas predilectas de los populistas para obtener votos o para blindar su legado con la gratitud de los pobres, lo cual muy a menudo va en dirección contraria al origen de sus verdaderos beneficios.
Casi por regla general, aumentar los salarios (empezando por el mínimo) genera inflación; igual que ocurre al poner más circulante en la economía. Eso sucede desde hace años en Venezuela, donde le han borrado catorce ceros a la moneda en los últimos trece años, convirtiendo el otrora poderoso bolívar en un papel más ordinario que una servilleta. También acaba de ocurrir en los Estados Unidos, donde tienen la inflación más alta en 39 años, ocasionada en buena parte por los alivios que entregó el gobierno en razón a la pandemia. Y ocurrirá en Alemania, donde el nuevo canciller, Olaf Scholz, se comprometió a subir el salario mínimo el 25%, cosa que hará más competitivos a todos sus vecinos, en detrimento de los germanos.
Es lo mismo que pasaría en Colombia si se lleva a cabo la propuesta del candidato Rodolfo Hernández de entregarles a los seis millones de habitantes de calle que según él hay en el país, un subsidio mensual de 1,5 millones dizque para jalonar el consumo. Un experimento arriesgado porque, aparte de inundarnos de moneda circulante, el 51% de los asalariados devengan el mínimo o menos (Dane, 2020). Entonces, si el Estado regala un mínimo y medio, ¿quién querrá trabajar?
Es obvio, claro, que los salarios deben incrementarse para recuperar el poder adquisitivo que han perdido con los meses y los años, así como para aumentar su capacidad de compra, dotando a las clases bajas de un nivel de vida más digno. Pero para que esto funcione no basta pensar con el deseo, pues decretar el aumento es muy fácil y barato; solo se necesita un esfero para estampar la firma de rigor. En cambio, las empresas son las que sufren el viacrucis de implementarlo, y como de alguna parte tienen que sacar los recursos, ello se surte trasladando costos al consumidor aumentando el precio de los productos o servicios, o reduciendo la planta de personal.
Luego, el aumento del mínimo es una quimera; lo suben el 10,07% y al día siguiente todo sube más o menos en la misma proporción, volviendo humo la suba. Es más, en un país como Colombia, con una informalidad del 48% (que la Universidad del Rosario tasó en 65% hace unos años), y donde el empleo recae abrumadoramente en las micro, pequeñas y medianas empresas, un aumento exagerado del mínimo debe disparar la informalidad a raíz de los despidos en las mipymes. La verdad es que ningún gran discurso puede cambiar el hecho de que en pequeños negocios donde necesiten un ayudante y solo puedan pagarle 800 o 900.000 pesos, será imposible el millón que decretó el gobierno, más los $117.000 del auxilio de transporte.
Entre los testigos que asistieron al Palacio de Nariño a la firma del mayor incremento del salario mínimo en décadas, estaban los dirigentes de las centrales obreras y la mayor parte de los líderes gremiales, pero no había un zapatero remendón ni un panadero de barrio, que son los verdaderos representantes del empresariado colombiano, y los que tendrán que esculcarse los bolsillos para cumplir esta medida. Las grandes empresas pagan mucho más del mínimo, pero según el Registro Único Empresarial y Social (Rues), el 94,7% de las empresas registradas en Colombia son microempresas, o sea que tienen menos de diez empleados cada una; el 4,9% son pequeñas y medianas, y solo algo así como el 0,3% son grandes empresas.
Dicen, pues, los optimistas, que un mejor salario estimulará el consumo (las ventas) creando un círculo virtuoso que se reflejará en un mayor crecimiento económico del cual nos beneficiaremos todos. Añaden que ya es hora de cambiar la cartilla y ensayar nuevas soluciones, que pequeños (y egoístas) aumentos tal vez hayan contenido la inflación, pero no la pobreza, lo que hace pensar en una frase falsamente atribuida a Einstein: "Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes". Sí, esperemos no haber cometido una locura (como la de los chilenos).
@SaulHernandezB