Es claro que, para mantener una esperanza confiable de progreso, no basta nuestro afecto por la nación, como tampoco, nuestra ilusión en sus posibilidades de mejoramiento. Es necesario modificar costumbres, consolidar fortalezas y crear y aprovechar oportunidades.
Desde hace más de dos siglos, los pensadores clásicos republicanos sentenciaron, que solamente habría progreso en aquellas naciones donde sus ciudadanos fueran libres y sus gobernantes tuvieran capacidad para asegurar una convivencia civilizada, determinación para privilegiar la educación, autoridad para mantener el imperio de la ley, pulcritud para administrar una contribución fiscal razonable, y, sabiduría para soñar, pensar, prospectar y planear el futuro.
Para la aplicación de estos principios rectores, el tiempo no pasa. La necesidad de observarlos y vivificarlos es decisiva y obligante. También para construir el futuro, es requisito fortalecer el presente, y para lograrlo, es menester cambiar los hábitos que amenazan la confianza y aplazan la esperanza.
Para soñar con una Colombia mejor, debemos escrutar con rigor su realidad presente, y al hacerlo, advertimos, que la virtud, lejos de reinar, como lo exigía Montesquieu, está amenazada por la infamia.
En Colombia y con frecuencia, los intereses individuales se anteponen al bien general; la corrupción no cede y se mimetiza más; la justicia es frágil ante la seducción económica; las exenciones y los privilegios envilecen la economía; los abusos blindados por leyes injustas desestimulan la competencia; el crecimiento discreto es consecuencia de la gravosa carga impositiva; la violencia es resultado de la precaria educación; la inseguridad la produce el desempleo; y, la pobreza refleja la mala redistribución del ingreso. Este panorama adverso, por ser cotidiano, se torna imperceptible y cuando se denuncia, parece magnificado, pesimista y fatal.
Hoy la nación, está seriamente amenazada con el advenimiento de un populismo comunista, solapado en las necesidades de la inmensa mayoría de la población, que, de llegar al poder, antes que atenderlas y resolverlas, las agudizaría y perpetuaría.
A lo largo de la historia, el populismo ha sido una alternativa contestataria provocada por la exclusión social y la incapacidad de los Estados para resolver las demandas de las mayorías ciudadanas. Su presencia es reacción consecuente a la incapacidad de los gobiernos para afrontar el origen de los problemas.
El populismo es inmanente al subdesarrollo, el que por antonomasia es la falta de educación, la ausencia de políticas de planificación demográfica en los sectores pobres, el desempleo y la corrupción.
Salvo contadas excepciones, los gobiernos latinoamericanos, ejercidos por partidos políticos tradicionales, antes que prospectar modelos de desarrollo sostenible, se ocuparon de perpetuar un statu quo tan sólo es bueno para aumentar los privilegios de las minorías en desmedro de las mayorías, concentrar la riqueza y masificar la pobreza.
Gobernantes apoltronados en los privilegios del poder y seducidos por el halago económico de los círculos dominantes, pronto olvidaron que la razón de ser del Estado es el progreso, y que este no es otro que la satisfacción de las necesidades de la población y el aumento de su capacidad de compra. En cambio, los electores nunca olvidan, que el mandato que confieren solo se legitima con la atención efectiva de sus demandas y que éstas no desaparecen con paliativos repentistas que sólo logran distraer temporalmente la confianza.
La corrupción y el abuso del poder nutren la inconformidad y la desesperanza, y crean condiciones propicias para la irrupción de propuestas alternativas que prometen agenciar los intereses populares. El auge populista evidencia la derrota de la política tradicional como instrumento de transformación y cambio, así como su incapacidad para resolver los desafíos sociales y económicos que plantea el desarrollo.
Algunos círculos de la sociedad que padecen de insuperable miopía, se resisten a aceptar que las mayorías son las que legitiman la democracia y que esas mayorías las conforman los sectores más pobres y vulnerables. En respuesta a esta deliberada ceguera, la demagogia populista promete devolver ilusiones perdidas a los que nada tienen o nada esperan recibir de una sociedad excluyente en la que gradualmente aumenta la desigualdad.
Cuando el populismo llega al poder, se afinca en la gratitud que despierta el asistencialismo, las subvenciones, los subsidios, la beneficencia y la caridad que prodiga, lo que termina fletando conciencias, neutralizando críticos y amistando adversarios, y con ello, promoviendo unanimismo y descalificando disensos.
De la práctica del populismo demagógico da buena cuenta, la entelequia del mal llamado Socialismo del Siglo XXI que, valiéndose de dádivas, logró arrendar la conciencia de muchos y construir consensos por utilitarismo y conveniencia. La carencia de una política económica sostenible y la adopción de decisiones intempestivas e irreflexivas, financiadas de manera irresponsable con la riqueza petrolera, terminaron develando la incapacidad y el totalitarismo mesiánico de un Teniente Coronel enajenado por el resentimiento, el rencor y el revanchismo, y de su ignorante y torpe sucesor que tiene asolado al pueblo venezolano.
Al igual que Chávez, Maduro, Morales, Ortega, Correa y los Kirshner, aprovecharon los desafueros de los gobernantes que los antecedieron, y fungiendo de libertarios y justicialistas, promovieron en la opinión pública asentimiento y obsecuencia en favor de sus regímenes mediante la financiación de carteles servilistas que condicionaron su lealtad al recibo de caras prebendas estatales.
Tras la muerte de Chávez, Venezuela tuvo la oportunidad de revertir su destino, pero la pasión pudo más que la razón. Los venezolanos siguieron embriagados bajo los efectos del populismo, y, el facilismo propio de la falta de educación los consumió.
La riqueza del petróleo pudo haber hecho de Venezuela una de las naciones más educadas y desarrolladas del mundo, sin embargo, hoy bajo el régimen totalitario de Nicolás Maduro es una de las más caóticas y anárquicas. Es claro, que, en Venezuela, como en toda América Latina, la pasión vence a la razón y la ciencia pierde con la ideología.
Pero como siempre sucede, toda aventura populista llega a su fin y la sociedad desengañada termina retomando el camino de la cordura. Ojalá que la amarga experiencia venezolana pronto termine y ayude a preparar verdaderos estadistas capaces de modificar el rumbo del hemisferio.
Ante la amenaza, de que en Colombia se repita lo que ocurre en Venezuela, es urgente poner al timón de la nación, el pulso firme y sensible de un gobernante pulcro, capaz y audaz, que tenga autoridad y que sea apto para asumir retos, sumar voluntades, armonizar esfuerzos, concertar acuerdos y ejecutar cambios profundos.
Un gobernante que tenga formación de estadista, firmeza, prudencia, humildad y grandeza. Un gobernante que tenga solvente capacidad de gestión y una visión clara y adelantada para advertir el futuro y trazar un rumbo seguro para la nación.
Un gobernante, capaz de enfrentar las dificultades incesantes que plantea el progreso sin que ellas minen su voluntad, ni socaven su persistencia. Un gobernante que jamás renuncie a su empeño de hacer de Colombia una empresa de todos, donde prevalezca el respeto, el orden y la justicia.
Colombia necesita elegir para que ocupe su puente de mando, a un gobernante con probada probidad, capacidad y valor. Que reivindique la legitimidad institucional y que escrute y priorice sus empeños en favor de lo fundamental. Un gobernante que respete con celo la ley, que no ceje en su propósito de devolverle a la nación su seguridad democrática. Un gobernante que persiga y extirpe la corrupción; que exija diligencia y acierto a sus colaboradores; que estremezca con vigor las agencias del estado para poner en movimiento el pesado carruaje burocrático; y, sobre todo, un gobernante que mire lejos y con perspectiva de futuro, haciendo que la esperanza de progreso sea posible y alcanzable.
Yo no conozco ese gobernante, pero considero que son varios los colombianos que se le pueden asemejar, y entre ellos están, Rafael Nieto Loaiza y Federico Gutierrez, jóvenes y precoces estadistas, poseedores de todos los merecimientos y condiciones necesarias para rectificar el camino perdido y devolver la nación al sendero del imperio de la educación, la ley y la justicia.
Con profunda convicción cívica, jurídica y académica, invito a mis lectores a seguir a Rafael Nieto Loaiza y Federico Gutierrez, de manera que puedan advertir la integridad, formación, capacidad y talento que los caracteriza, y ojalá, que de sus candidaturas surja una, que no sea el resultado de la decisión de una facción política, sino de una gran convergencia ciudadana a la que se sumen los partidos afectos a la democracia y adversos al populismo comunista.
No es momento de aventuras. Es momento de elegir al mejor y de conjurar la amenaza populista que se cierne sobre el futuro de la nación, que no es nada distinto, que comunismo regresivo puro y simple.
*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Litigante. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional. Catedrático Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.