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Eduardo Escobar     

Petro se enfrenta a una realidad más acuciante que los fantasmas de sus sueños de grandeza.

Muchos votamos el 19 pasado con una sensación parecida a la que experimentamos cuando lo hicimos por el “sí” en el plebiscito por la paz, que derivó en el sainete tropical de la JEP, en el espectáculo deprimente de un país confesándose a medias, confundido por categorías indeterminables de la justicia. Entonces el sentimiento fue de asco.

Sabiendo en secreto que en el cumplimiento del deber de decencia de ponernos del lado de la concordia nacional, nos hacíamos cómplices también de la impunidad de una gavilla de malhechores. La lucha por los pobres no justifica todo, el secuestro, las violaciones, las bombas que envilecieron las ideas liberadoras de la izquierda por estos pagos.

El 19 el sentimiento era la nimiedad existencial de verse obligado a elegir entre dos opciones distintas pero detestables, de habitar un país absurdo, puestos en la disyuntiva de escoger entre un demagogo que hizo de la intriga una profesión lucrativa desde la pubertad y un empresario multimillonario indescifrable como todos los empresarios multimillonarios indescifrables. Los políticos de antes fueron en general igual de dañinos y perversos, al parecer, pero tenían un talante más creíble, ostentaban una personalidad más interesante que los de ahora y una estampa más sólida. Quizás porque eran hombres de libros, cultivados más mal que bien, pero cultivados, un tiempo cuando las personas se educaban para formarse y no para medrar en las oficinas debajo del diploma. La sociedad se sustentaba entonces en los valores del honor, en lo que mi madre llamaba la hombría de bien. Mi cándida madre aseguraba que Alberto Lleras era uno de los cien hombres más inteligentes del mundo, porque lo había dicho una revista gringa.

Hoy el paisaje humano es mucho más pobre. Hernández en un lapsus, no hay lapsus inocentes para Freud, confundió a Hitler con Einstein para avalar una perogrullada.

Petro afirmó con dos días de diferencia que los más grandes escritores de la humanidad eran Gabriel García Márquez y Pablo Neruda. El latinoamericanismo ingenuo a la manera de Eduardo Galeano corrompe el juicio. Por los dos se expresa la secta de los simuladores de cultura a la que dedicó hace años un libro Vance Packard.

Ahora Hernández se dispone a usar su caudal abriendo las toldas de un partido nuevo como si faltaran chiqueros. Sin embargo, casi todos los que votamos su nombre reprimiendo el malestar lo hicimos nada más que para evitarle al país la alternativa de Gustavo Petro, que Dios ayude, por desconfianza en la manida palabra cambio, que según se dice solo ha servido para que todo siga igual, o empeore, y en los grandes propósitos que acabaron muchas veces en grandes fraudes como enseña la historia. La sabiduría del Tao prefiere las pequeñas tareas. La modestia. Los ademanes ampulosos a veces sirven para ocultar la falta de principios.

Es preciso esperar aunque sea de mala gana que el próximo gobierno no se convierta en otra barrabasada en una vida ávida de logros personales. Los verdaderos cambios vienen del desarrollo material, de la historia de las cosas, no del ruido de las masas ni las babas aceitosas de los políticos que lubrican los engranajes del porvenir, que sin embargo siempre chirrían mientras albea. Para transformar la vida están los apartados, cuyos rumores laboriosos apenas se sienten en las peloteras de las plazas.

Hay muchas pobrezas. Está la gente condenada a gastar toda su vida buscando una sopa. Y la que a veces exhiben tantos en las alturas de los curubos, sudando proteínas, poderosos tractos digestivos coronados por un cerebro en la inopia, sin estrenar, tan estrecho que, como me decía un amigo, no les cabe ninguna duda.

Bienvenidos al futuro. Otra vez. Petro se enfrenta a partir de agosto a una realidad más acuciante que los fantasmas de sus sueños de grandeza, un país en los suburbios de la civilización globalizada, plagado de necesidades. Y probará su cocido. El mismo que le sirvió para nutrir su notoriedad, negando todo, hasta la democracia, que le cumplió, a nuestro pesar, la ambición de ser presidente, como tanto quería.

https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 27 de junio de 2022.

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