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El Tiempo (Editorial) 

El mundo ve con horror la invasión a Ucrania, que resiste sola la brutal embestida rusa.

Hay una nueva guerra en Europa. La construcción de su proyecto de posguerra, que tanta paz, progreso y estabilidad trajo a sus ciudadanos –salvo por el doloroso paréntesis de los devastadores conflictos de los Balcanes en los 90–, hoy está de nuevo en entredicho con la decisión del presidente ruso, Vladimir Putin, de invadir Ucrania, un país que en el pasado formó parte de su órbita de influencia, pero que ahora se inclinaba seriamente hacia Occidente.

A ojos del Kremlin, la acción se justifica en el supuesto “genocidio” que estarían cometiendo las fuerzas ucranianas contra los rusos étnicos de la región del Donbás, lo que provocó el reconocimiento de la independencia de las provincias separatistas de Donetsk y Lugansk. Argumento hasta ahora sin evidencia y que se cayó de su peso cuando la “operación especial”, como la llamó Putin la noche del miércoles (hora de Colombia), madrugada del jueves en Europa, no se limitó a esos territorios sino que se encaminó hacia una invasión total que al escribir estas líneas tiene a Kiev, la capital ucraniana, rodeada, pero ofreciendo feroz resistencia.

Europa –y algo Estados Unidos–, siguiendo el protocolo idealista, agotó las formas de la diplomacia y de la búsqueda de la resolución pacífica de conflictos para estrellarse con la realpolitik de Putin, un muro que hasta pocas horas antes de la invasión calificaba de “histéricos” los reportes de inteligencia que advertían de la inminencia de un ataque.

¿Ingenuidad? ¿Incredulidad? Lo cierto es que esta guerra injustificada de Putin le ha dado una patada al tablero de la noción de seguridad de Europa y ha sembrado serias inquietudes sobre lo que sería hacia el futuro el orden mundial, que de cundir el mal ejemplo del exespía del KGB ya no estará mediado por el multilateralismo, sus instituciones y el respeto por el derecho internacional y la soberanía de los Estados, sino por la resurrección de las viejas áreas de influencia –un estatus sacado de los tiempos de la Guerra Fría– y guiado por el recurso a la guerra para conseguir objetivos estratégicos. Es decir, la ley del más fuerte, del matón del barrio. Y lo más preocupante: en sus discursos ha venido ensalzando su poderío nuclear, un detalle que no ha pasado inadvertido.

Por eso, el presidente estadounidense, Joe Biden, previendo que Putin no se detenga en Ucrania lanzó la advertencia de que su país defenderá “cada centímetro de la Otán”, a lo que Rusia ripostó con la amenaza de “graves consecuencias” si Suecia o Finlandia se unen a la Alianza Atlántica. Es claro para Putin que tener a la Otán tan cerca constituye una amenaza existencial. Algo entendible para un país que lucha por restaurar a plenitud su estatus de superpotencia y un llamado de atención para Occidente en el sentido de que había múltiples formas de atraer a Ucrania, sin pasar por incluirla en el pacto militar.

Esto, porque si lo sucedido en la región en los últimos días se mira con perspectiva histórica, se aprecia que Rusia, desde el 2008, cuando intervino en Georgia, ya había dado las primeras puntadas de su visión geoestratégica de reinstaurar el viejo dominio soviético en lo que algunos analistas han denominado un ‘neozarismo’, en referencia a lo que fue el viejo imperio de los Romanov derribado por los bolcheviques. En 2014 fue más allá al anexarse la estratégica Crimea, y ahora da un golpe en la mesa a las intenciones de Ucrania o de cualquier otro país del entorno de entrar a la Otán. Y de paso rompe los acuerdos de Minsk, que ya habían apagado el incendio de 2014.

¿Quién podrá frenar a Putin? Pregunta compleja. Occidente ha reaccionado con durísimas sanciones que tendrán efecto a mediano y largo plazo, pero que no aliviarán el momento actual de los ucranianos, sometidos por los bombardeos. Ya Putin sabía a lo que se enfrentaba y tomó sus previsiones. Las sanciones son un arma de doble filo y tendrán una afectación global.

Los países de la Otán han suministrado armas e informes de inteligencia, pero no han comprometido un solo soldado. Y a menos que suceda algo fuera de lo común no lo harán, pues Ucrania no es miembro ni hay tratado recíproco de defensa. La cruda realidad para los ucranianos es que están casi solos resistiendo la brutal embestida del oso. Y ni hablar en detalle del pulso energético que se viene, pues gran parte de los hidrocarburos que nutren a los países europeos, en particular el gas, vienen de los yacimientos rusos. Ya el alza de los precios del petróleo da indicios de lo que podría venir.

En suma, no podemos mirar lo que sucede en Ucrania como algo lejano. Esta, como todas, no es una guerra ajena. Nos impactará en mayor o menor medida y debemos estar preparados para enfrentar el desafío de Putin en donde se presente. Lo que no es óbice para pedir sensatez, contención y grandeza a los rusos, voluntad a los ucranianos y solidaridad y apoyo a Occidente para abrir un diálogo franco que salve vidas y no ponga en riesgo la seguridad mundial. Nunca será un buen momento para hacer la guerra.

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https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 27 de febrero de 2022.

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