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Juan David Ramírez Correa

Una historia más. El atracador, con la frialdad de un asesino, no escatimó en apuntarle con un arma a una familia que estaba en un centro comercial. El robo se frustró porque un escolta se encontraba en el lugar e hizo un disparo al aire. ¡Un disparo al aire! ¡Dimensione usted la escena! Ojo, no era la primera vez que pasaba. En octubre sucedió algo similar en ese centro comercial. Esa vez el ladrón tuvo el descaro de apuntarle a un bebé.

En su columna del sábado pasado, Aldo Civico contó la historia de un amigo a quien atracaron mientras paseaba su mascota. Posterior a los hechos, las autoridades le informaron que habían capturado a los delincuentes. Actuando desde el coraje ciudadano hizo el respectivo denuncio en la Policía y la Fiscalía para judicializar a los ladrones. La víctima nunca pudo proteger su identidad y todo el tiempo estuvo en la boca de los lobos, nada agradable la situación.

Podríamos hablar largo y tendido de robos a apartamentos, raponazos, paseos millonarios, fleteos. Incluso recordar el intento de robo en la avenida Las Vegas que dio para tanto. Pero no se trata de un inventario de hechos delincuenciales. La idea es mostrar que la inseguridad volvió al terreno de lo cotidiano, al día a día. “Ojo, que están alborotados”, “guarde el celular”, “pilas con los limpiavidrios en los semáforos, que son banditas de ladrones”, en fin, son frases que hacen parte de nuestro lenguaje y eso no está bien porque juegan a la desconfianza y el paso siguiente es la intolerancia contra todo aquel que genere sospechas bajo la lógica de los juicios de valor, lógica que abre la puerta al peligroso terreno de la justicia propia.

La historia de la violencia en Medellín tiene un fondo lleno muy denso. Toca con la inequidad y la pobreza, la cooptación de los jóvenes por parte de las estructuras criminales, el narcotráfico y las rentas ilegales como vías rápidas de progreso, la connivencia con la trampa, la falta de oportunidades, el desplazamiento, en fin. Todo le da sabor a ese caldo de cultivo de la inseguridad cotidiana, pero, a la larga, confluye en aquello que los analistas llaman poder microterritorial, el mismo que va desde tener el control en un semáforo hasta ser dueño y amo de un barrio. En ese juego perverso, hay una sola dinámica: Presionar hacia el delito como un acto de conducta atado a la necesidad de las personas.

Pero la ciudad va bien, dicen en la Alcaldía, porque en la Encuesta de Convivencia y Seguridad Ciudadana 2021, del Dane, a Medellín le fue muy bien. ¡Somos la décima ciudad con menor percepción de inseguridad en el país! 30 % de los encuestados dijo sentirse inseguro en la ciudad (¡Como si 30 % fuera poco!). El alcalde Daniel Quintero decía al respecto: “Hoy somos una de las ciudades más pacíficas de Colombia”. Mejoramos 0,01 % con respecto a 2020. Ahí no hay valor estadístico y menos en un contexto de incremento generalizado de la percepción de inseguridad a nivel nacional, donde el 44 % de la gente no está tranquila.

El peor ciego es quien no quiere ver. Queda la sensación de que la Administración Municipal, que debería ver con ojos acuciosos lo que pasa, prefiere mirar sus intereses propios. Realidad: La ciudad es un dulce a mordiscos para los bandidos o, si no, que lo diga la madre del niño del bebé al que le apuntaron en la cabeza o el amigo de Aldo Civico

https://www.elcolombiano.com/, Medellín, 14 de diciembre de 2021.

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