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Miguel Ángel González

Narró la historia una tarde del otoño madrileño de 2006. La filósofa feminista Celia Amorós nos hablaba sobre Clara Campoamor, valiente jurista y fundadora de la Unión Republicana Femenina, movimiento que logró el reconocimiento del derecho al sufragio para las españolas en la Constitución de 1931, pese a la oposición de sus copartidarios socialistas y republicanos, para quienes era una torpeza política abogar por esa causa porque, a su juicio, las mujeres votarían según las indicaciones de sus esposos, sus padres o los curas; un tiro en el pie: conservadores y monárquicos serían los favorecidos. Recordaba la profesora Amorós que la réplica de Campoamor, quien terminaría exiliada en Suiza, donde murió, fue simple pero contundente: el precio del voto femenino no podía ser el chantaje electoral.

La arrogancia condescendiente y antiliberal de quienes en la izquierda española dudaban hace noventa años de la capacidad de las mujeres para escoger libremente se repite, con matices, en la Colombia de 2021. En nuestro país las mujeres tienen derecho a votar desde 1957 (¡oh paradoja!, por decisión de la dictadura militar de Gustavo Rojas Pinillas), son especialmente protegidas por la legislación y, sin negar las tareas pendientes en la lucha contra el machismo, cada vez ocupan más posiciones de liderazgo en diversos ámbitos. Sin embargo, sectores de izquierda -incluso feministas- han revelado su soberbia y tribalismo aleccionador al pretenderse sabedores del partido político en que debería matricularse Caterine Ibargüen, quien, fuera de ser una atleta ganadora en juegos olímpicos y campeonatos mundiales, es una enfermera graduada con honores que conoce bien una de las regiones que más sufrió la violencia política: Urabá. Una defensa más coherente de la igualdad entre hombres y mujeres habría sido simplemente respetar la determinación de nuestra saltadora, quien tiene derecho, como cualquier persona, a elegir por sí sola sus convicciones y si participa en política y cómo.

Pero si el episodio de la deportista nacida en Apartadó, cuyo crimen es afiliarse al Partido de la U, puede pasar como una simple crítica o una mera decepción de algunos de sus admiradores, quienes tienen derecho a expresar su pensamiento, incluso si es intransigente, inquieta más la actitud del Secretario de la No Violencia de Medellín. Aprovechando la masacre de cuatro jóvenes en San Rafael, entre ellos un niño de 16, el alto funcionario, en lugar de manifestar pesar por esa tragedia que enluta a cuatro familias y atemoriza a un municipio del Oriente antioqueño que sufrió durante varios años las arremetidas de las FARC, afirmó en Twitter: “[e]l uribismo nos está llevando hacia una nueva espiral de violencia en todo el país”.

Dejemos a un lado cuestiones de parentesco que sugieren que el gobierno de la segunda ciudad de Colombia tiene la semblanza de una monarquía. Dejemos a un lado la discusión sobre la utilidad, el valor agregado o el costo de una oficina con nombre tan rimbombante: “Secretaría de la No Violencia”. Detengámonos en otras cuestiones: ¿entiende el encargado de ese despacho sus deberes?, ¿le ha preguntado al diccionario el significado de la palabra “violencia”?, ¿es consciente que el discurso de odio e incendiario, como lo enseñan la historia nacional y universal, es la víspera de la agresión física y puede provocar desenlaces fatales?, ¿sabe que, como servidor público, está obligado a denunciar y presentar las pruebas de los delitos que conozca?, ¿comprende que al ligar al “uribismo” a una “espiral violencia” no solo estigmatiza sino que también criminaliza y pone en riesgo a millones de colombianos?, ¿habrá contemplado la posibilidad de que pudo haber actuado como un fascista, como un intolerante incapaz de aceptar el disenso y el pluralismo, como un simpatizante de la tesis del “enemigo interno”, desarrollada por el alemán Carl Schmitt? Vaya uno a saber qué tendrá para responder a estas preguntas el Secretario de la No Violencia, quien deshonra el nombre de su cargo y pone en la picota pública, como los colectivistas y al mejor estilo de los autócratas, a quienes difieren de él.

La defensa de la democracia exige denunciar quienes la amenazan. Desde Platón hasta Marx y sus huestes, los que sufren delirios de iluminación y sueñan ser salvadores, dueños de la verdad, oráculos del progreso y justicieros de la historia, siguen sin comprender que la libertad es una carga, la de pensar con independencia y asumir las consecuencias de nuestros propios actos como individuos responsables. Algunos rebeldes, en nombre de su “compromiso” político, como lo recordaba Juan Gabriel Vásquez el pasado fin de semana en El País de Madrid, en una formidable glosa de El hombre rebelde de Camus y lo que siguió a su publicación, terminan negando la libertad de escoger para convertirse en otros opresores. Ya no es solo la animación del resentimiento, la tergiversación de la tradición liberal de Colombia, la política de las identidades llevada a un peligroso absurdo, la cultura de la “disrupción”, los homenajes a villanos y la afrenta a los verdaderos héroes, la relativización de todo, la satanización de cualquier costumbre, el esnobismo pueril. El populismo autoritario que se cree redentor, además, presume superioridad moral y responsabiliza hoy a grupos enteros por delitos cometidos hace siglos, niega el libre albedrío, promueve la rabia.

Mas no debemos arredrarnos. Así como ni el sexo, ni el color de la piel, ni el origen, ni el oficio tienen por qué definir, mucho menos en 2021, las preferencias políticas de un ciudadano, tampoco hay que criminalizar al contradictor. En vez de instigar a ciegos y fanáticos a una confrontación con las consignas tácitas de “conmigo o contra mí” o “solo te respeto si piensas como yo”, convendría aceptar la divergencia, abandonando la política ruin que fomenta la intolerancia y ataca personas pero elude el debate de argumentos. Mejor sería admitir que Caterine Ibargüen tiene razones; y el uribismo, también.

Publicado en Otras opiniones

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