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César Salas Pérez   

Las aspiraciones expansionistas de los rusos desde siempre, han estado vigentes desde el Kremlin, el corazón del poder en Moscú.

Si tomamos a Rusia como punto de partida para entender por qué se rinde culto al nacionalismo, descubriremos que la historia pesa demasiado y los lazos consanguíneos de sus congéneres han sido su eterno bastión para pelear y luchar en contra de quien sea.  

Desde la Revolución Bolchevique cuando el Zar Nicolás II fue derrotado y con él la monarquía absoluta que reinaba, se abrió paso a un nuevo régimen dictatorial, esta vez, de carácter socialista, y a una nueva experiencia imperial, la soviética.

La antigua URSS (Unión de República Socialista Soviética), se caracterizó por un tipo de gobierno centralista que controlaba su territorio por medio de la fuerza y la represión, firmemente apoyada por su poderoso ejército militar, el partido comunista de gobierno, los líderes políticos y de opinión.

Así se enfrentó el período de la “Guerra Fría” contra Estados Unidos y Occidente, con nacionalismo puro y duro, como una ideología que siempre ha resaltado e impulsado la idea de que la nación es el elemento más importante en la constitución de un Estado, en la política estatal y territorial, y por supuesto, en su estilo de vida.

Aún después de la desintegración de la URSS en 1991, ese extremo nacionalismo ruso, fue el que le permitió mantenerse en el poder a las antiguas élites soviéticas dando origen a nuevos conflictos armados como por ejemplo el Checheno.

Hay dos hechos notorios que acompañan la mentalidad del nacionalismo ruso, por un lado, el de haber pertenecido a un imperio, y por otro, su ámbito cultural.

Por ejemplo en la edad media se extendió por Rusia la tradición imperial bizantina que consideraba a Moscú como la “Tercera Roma” porque se mantuvo el cristianismo ortodoxo, lo que posteriormente, sirvió  para justificar el otorgamiento a la iglesia ortodoxa de un papel importante en la vida política.

Rusia vivió el feudalismo, el absolutismo y la democracia como los demás países europeos. Se dieron fenómenos como la expansión sueca, la llegada al poder de la dinastía Romanov (desde los años 1.500 hasta 1917) y la toma del poder de los bolcheviques, como ya se dijo.

Pero esa nutrida historia ha hecho que desde el siglo XX y hasta nuestros días la federación rusa haya cultivado con más fuerza una nueva línea de pensamiento que algunos internacionalistas llaman “euroasianismo” o ideología que aboga por la unión de las nacionalidades que integran su federación a un único Estado- Nación que pueda recuperar la grandeza y el bienestar del otrora imperio.

Incluso, haciendo memoria, desde Stalin en el poder, la idea de la formación de una unión de Repúblicas Soviéticas de Europa y Asia, con la integración de Rusia, Ucrania y Bielorrusia.

Sin embargo, con la dimisión de Gorvachov en 1992 hubo una pérdida de referencias globales que propiciaron la potenciación del sentimiento nacional ruso sobre el antiguo espacio soviético.

Con la llegada de Putin al poder en el 2000, Rusia volvió a resurgir como protagónico en el concierto mundial pero no por una gran gobierno sino más bien por reavivar el nacionalismo y querer formar territorialmente un nuevo imperio, al mejor estilo de la otrora URSS pero más poderoso, moderno, rico, militarmente invencible y con una fuerza nuclear que amenaza al mundo de su exterminio sino cede ante sus caprichos expansionistas.

Sin despeinarse y ante la mirada impávida de la comunidad internacional y de la peor versión de EE.UU. de todos los tiempos, en política exterior, Putin ordenó invadir ucrania acusando y sin pruebas a su gobierno de ser nazi y patrocinador de los separatistas rusos, tratando de caracterizar sus actos no como una agresión contra otro país sino como una defensa.

Esta invasión a Ucrania, realmente, inició en 2014 cuando el primer eslabón fue Crimea,  una península de Ucrania. En ese entonces Obama y Biden solo veían por televisión cómo las tropas rusas desembarcaron y se apoderaron del territorio.

Putin que es un “viejo zorro” de la inteligencia y de la política internacional rusa sabe que su retórica de desnazificación es poderosa porque evoca la memoria del inmenso sufrimiento y la victoria final del pueblo soviético en la segunda guerra mundial.

El dictador acude al sentimiento nacionalista como su arma predilecta para justificar su ataque militar y ganar apoyos de su pueblo.

Lamentablemente, se equivoca al afirmar que el actual gobierno de Zelenski está aliado con el nacismo porque no tiene pruebas contundentes de sus declaraciones, convirtiéndose en una denuncia infundada.

Mientras las tropas rusas avanzan hasta tomar Kiev, su capital, millones de civiles huyen hacia Polonia, donde se evidencia el dolor humano y la catástrofe alimenticia por el obligado desplazamiento forzado, fruto de la guerra.

El tablero geopolítico se mueve a favor de Rusia y EEUU y la OTAN no encuentran una salida lógica para detener a Putin, excepto el trillado cuento de las sanciones.

La independencia de Ucrania está asaltada por el deseo y las ansias de poder de un fiel representante de la antigua URSS; y su soberanía asociada a una contundente derrota para occidente.

Que Dios bendiga al pueblo ucraniano y su ejército valeroso que ofrendarán sus vidas por su libertad, democracia e independencia, incluso, con el apoyo de millones de sus ciudadanos prestos a tomar las armas y defender a su nación.

Publicado en Columnistas Regionales

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