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Alfonso Monsalve Solórzano

Esta semana que acaba de terminar presentó tres en acontecimientos políticos importantes.

En el primero, la Corte Constitucional, en decisión dividida 5 – 4 y con fuertes constancias de voto en contra, decidió que Uribe continuase su proceso como imputado, poniéndose la mayoría al hacerlo, la camiseta de activistas políticos. Y lo hizo, a juicio de expertos -no sólo uribistas, sino de respetados juristas que nada tienen que ver con el expresidente ni con su partido, incluidos los cuatro magistrados que se opusieron a la decisión- en contravía de la Constitución y las leyes que rigen el sistema judicial en Colombia. Alguien dijo, con razón, que sectores importantes de las Cortes, se ha ideologizado hasta el punto de convertir a Uribe un ciudadano sin derechos. La politización de las altas magistraturas tiene que cesar. Si las cosas siguen por ese camino, la dictadura de los jueces terminará por llevar a Colombia a la encrucijada, aun si la izquierda radical no gana las elecciones. Una reforma es necesaria, para retomar el equilibrio de poderes.

En el segundo, Semana reveló en su edición de ayer sábado que el Ejército presentó ante la JEP su versión de la guerra con las Farc en 9.713 páginas. Allí, según la revista, relata con pruebas las atrocidades de esa guerrilla, como el reclutamiento de niños y su uso para sembrar minas antipersonales, vigilar secuestrados, hacer inteligencia y realizar emboscadas; pero también para abusarlos y obligar a las embarazadas a abortar, entre otras atrocidades; también presenta las cometidas a civiles indefensos.

Así mismo, determina las cifras de sus pérdidas: las Fuerzas Armadas sufrieron: “con corte a 2016, 18.841 militares fueron asesinados; otros 5.707, desaparecidos; y 316 estuvieron secuestrados”. No obstante, la JEP apenas ha reconocido 320 víctimas de las Fuerzas Militares  (https://www.semana.com/nacion/articulo/catarsis-el-estremecedor-documento-que-le-entrego-el-ejercito-a-la-jep-sobre-la-guerra-en-colombia/202120/).

Pero también hace énfasis en su lucha por la verdad, afirmando que acciones como los falsos positivos no fueron una estrategia institucional, mostrando pruebas para sustentarlo. Afirman, además, que muchos militares inocentes han sido víctimas de falsos señalamientos, sin que hasta la fecha hayan tenido la oportunidad de defenderse.

Todo esto, sin dejar señalar que la causa profunda del conflicto y que prohijó la existencia de guerrillas y paramilitares, fue la ausencia del estado para proveer las necesidades de muchos colombianos en justicia, medios de comunicación, vías de comunicación y oportunidades; así como la incapacidad del Estado para garantizar el monopolio de la fuerza en todo el territorio nacional y cuidar sus fronteras (Semana, Ibid).

Este informe, que los colombianos deberíamos conocer en su totalidad, pone sobre el tapete de la política nacional un asunto esencial para la democracia colombiana: la lucha por la verdad.

Hasta ahora, ha prevalecido un relato que señala al Estado y a sus Fuerzas Armadas como culpables de la violencia y justifica las atrocidades realizadas por la guerrilla. Ese relato no corresponde a la verdad. Es cierto que actores muy importantes de la institucionalidad cometieron crímenes de guerra y de lesa humanidad, pero fueron una minoría y su conducta no era una política de estado. Eso es muy importante, porque habla de la superioridad moral, ética y política del estado, pues no es criminal. Los autores estatales que hayan cometido crímenes atroces deben ser sancionados con vigor.

Pero ahora han venido apareciendo verdades que, a pesar de ser presentadas con opacidad, muestran la responsabilidad de la guerrilla como organización, cuyos dirigentes asumen su incumbencia en su calidad de jefes y promotores de esos delitos atroces, es decir, en tanto que representantes de esa organización armada. Esos delitos no fueron perpetrados por individuos que los cometieron por fuera y a espaldas de las directrices de su organización. No. Ellos estaban obedeciendo órdenes de la estructura máxima de mando. Como en su momento asumieron las autodefensas, tal como quedo asentado en el proceso de Justicia y Paz. No hay justificación moral, ética o política para este tipo de crímenes.

El tercero, tiene que ver con la actitud de los concejales del Centro Democrático que, con sus acciones terminaron por permitir el control de esa corporación por el alcalde Quintero. La historia viene de atrás: todo el tiempo han apoyado al burgomaestre a cambio de mermelada; pero la copa que rebosó el vaso es que dividieron la votación del CD y sus aliados, para que el candidato de Quintero ganara. Esto, en contra de las directivas de las autoridades del partido, que en cuanto tal, está en la oposición.

Parece una maniobra brillante, pero no lo es: lograron, sí, que el alcalde se quedara con el manejo del Concejo, ahora que tiene el agua al cuello en su disputa por el manejo de EPM e Hidroituango y que las firmas que piden su revocatoria superan, con facilidad, el umbral requerido y es prácticamente un hecho que esta se realizará. Pero, con su accionar quedaron expuestos ante los medellinenses y el país, que les cobrarán políticamente su maniobra.

Ahora bien, más allá de su deleznable maniobra, debo decir que este tipo de conductas son posibles porque las listas del partido que los avaló eran abiertas. Allí no había ningún compromiso doctrinario y programático real. Fueron puestos en la lista para satisfacer sus intereses y los de los caudillos locales o nacionales que los patrocinaban. Allí no hay más lealtad que el usufructo del presupuesto público.

Las listas deben ser cerradas. Los oportunistas con empresas electorales propias que utilizan una sigla para su propio beneficio simplemente no deben caber en un partido moderno, que tenga principios. Y lo dicho para el concejo, vale, con mayor razón, para las otras corporaciones. Lo afirmo, aunque are en el desierto.

Publicado en Columnistas Regionales

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