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César Salas Pérez   

Poco afable es hablar en primera persona, pero viene al caso comentar que quien escribe estas líneas, ha podido entender un hecho no del todo odioso pero muy significativo y es que los grandes intelectuales, sean o no profesores universitarios, académicos, o que hacen parte de centros de investigación, institutos o centros de pensamiento, o ejercen grandes cargos tecnocráticos en la sombra del establecimiento, detestan el ejercicio de la política de elección popular.

No es una generalidad, es más bien una notoria tendencia sustentada por varios motivos, unos de carácter personal, otros por profundas convicciones ideológicas y porque exponerse ante la opinión pública les generan contradicciones en lo que significa para ellos el “deber ser”, su yo interior y su estilo de vida.

Reitero, las verdades absolutas no existen, lo que sí es que los seres humanos decidan cambiar de roles, enfrentarse ante nuevos paradigmas, retos y propósitos. Es el juego de la vida, donde siempre habrá perdedores y ganadores, pero también estancados con ínfulas de poderosos a los que les falta un ingrediente que le dé gusto a sus engrandecidas vidas letradas, el carisma. ¡El amor del pueblo! -  Tan reservado a unos pocos y tan esquivo para la mayoría.

Puede ser el caso de cientos de egocéntricos o misóginos que abundan en la vida pública nacional, pero me referiré puntualmente al candidato presidencial Alejandro Gaviria, un ilustre intelectual de “racamandaca”, siempre con el poder a sus espaldas y en frente suyo. Quien decidió renunciar al despacho “oval” de la Universidad de los Andes para aspirar a la presidencia de la república.

Por sus venas brota progresismo duro y puro, receptivo en recibir consejos del ala socialdemócrata de colaboradores muy cercanos del expresidente Barack Obama; dice ser del centro, pero en realidad, es un esbirro más del socialismo del siglo XXI.

Gaviria, a diferencia de los intelectuales que se lanzan al ruedo político por primera vez, tiene cancha, su mentor, el expresidente Santos y su padrino, el expresidente César Gaviria, le han abierto las puertas de ese poder que tanto se critica pero se anhela tener.

Sobre temas puntuales de la agenda pública propone casi que un libertinaje sobre las drogas ilícitas, la eutanasia, el glifosato, el aborto, la productividad, la trillada implementación de la paz de Santos y las Farc, la equidad de género, el ateísmo, y en términos generales,de cómo concibe la libertad, la política, los cambios sociales y el papel del Estado. Nada nuevo hasta el momento, excepto que todo su ideario gira en torno a anular a Dios, la familia como el eje de la sociedad y las formas elegantes en cómo debe claudicar el estado de derecho ante los violentos.

El economista en todas sus intervenciones menciona palabras como el estallido social, el crispado ciudadano, la degradación del debate público, la polarización, la estigmatización a quien piensa diferente, la segmentación de clases sociales, el clientelismo burocrático, la ineficacia institucional, aun sabiendo que hizo parte del gobierno Santos, artífice de toda esa división política y social entre amigos y enemigos de su paz. Ahora le es muy conveniente guardar las distancias, no tomar partido con ninguno de sus mentores y forjar su propio rumbo, pero lo que no está bien es su elocuencia y determinación en criticar algo que él mismo ayudó a construir, el odio, el resentimiento e irrespeto a quien no comulga con la paz privada y firmada de un grupo burocrático con genocidas y delincuentes de lesa humanidad.

Ahora que está recorriendo el país y untándose de pueblo, se le nota bastante incómodo a dónde va y con quién comparte recinto. La explicación de este absurdo comportamiento es simple, él no está acostumbrado a hacer el “trabajo sucio”, ni a codearse con los más humilde, con los pobres de la Colombia rural y urbana; lo suyo es y será las élites empresariales y el establecimiento. Sin duda, es el típico candidato de escritorio bogotano, de lindo despacho, traje fino, escoltas y asesores corriendo tras él.

Un tipo así tan aburrido y despectivo no despierta gran entusiasmo entre los votantes. Frío, calculador, meticuloso y hasta tóxico.

Eso lo puede minimizar o corregir una agencia de imagen y marketing político electoral, a través de la publicidad y el “boom mediático” del candidato.

Lo que las bases descalifican de entrada es que un candidato en el país del “sagrado rostro”, creyente y devoto, vaya a votar por un ateo declarado.

Mientras tanto, en las otras campañas hay conciencia de que en 2022 se dará una elección de cambio, más no de continuidad, por ejemplo, Petro le apuesta al socialismo de la miseria y muerte venezolana; el centro democrático con Maria Fernanda Cabal, una mujer inteligente que habla duro, de frente y que es un auténtico fenómeno político que promete sorprender a propios y extraños.

Pero a Alejandro Gaviria lo encasillan como la ficha del continuismo de Santos y del expresidente Gaviria. Un más de lo mismo.

Ciertamente, la construcción de una plataforma política conlleva intrínsicamente, un cálculo político y electoral definido y en esta campaña, un académico respetable ha sido absorbido por los vicios de la política tradicional.

Tras bambalinas es momento que alguien cercano le diga al oído que la Colombia real es mucho más que intelectualidad, se requiere carisma, don de gente, verdaderos gestos de humildad, y sobre todo, que se muestre tal y como es, sin máscaras, ni antifaces.

Todo el país sabe que su cuna y vida ideológica le pertenece al partido liberal y que ese apoyo irrestricto es política transaccional traducida en politiquería, paradójicamente, algo que tanto critica. Luego no está bien que pose de independiente cuando es apéndice de la vieja y desteñida casta liberal.

Por estas y muchas más razones, es que el académico sin alma de político no despega en las encuestas ni le mueve las fibras a las provincias y los territorios. Siempre se ha dicho que cantar y silbar al tiempo no se puede, pues bien, en este caso, ser un brillante académico no significa ser un excelente político, con carisma y arrollador en discurso.

El amor del pueblo es una cita inesperada con el destino.

Publicado en Columnistas Regionales

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