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César Salas Pérez   

Con sobrados méritos los mandatarios de Bogotá, Cali y Medellín, le demuestran al país lo incompetentes que han sido a la hora de ejercer el poder; burgomaestres impregnados de vanidad, de odio al adversario político, con una notoria falta de preparación para dar el salto del dicho al hecho, propiciando unas profundas grietas en el ejercicio de su gobernabilidad, carcomida por la corrupción del grupillo de activistas ideológicos que les rodean, el escaso trabajo mancomunado con las demás instituciones, especialmente, con la Policía Nacional, a la que tildan de enemiga de la democracia y a la que quieren desaparecer a como dé lugar.

Alcaldes que cada vez que están contra las cuerdas solo saben acudir al populismo y la mentira para echar culpas de sus ineptitudes a los demás, y lo más grave, en vez de gobernar e ir cumpliendo sus programas de gobierno con los que fueron electos, están más tiempo dedicados a cazar peleas con todo aquel que se atreva a cuestionarlos o criticar sus malas gestiones.

Y es que los tropiezos e incongruencias en sus gestiones son cada vez más repetitivos y notorios ante sus conciudadanos, simplemente porque están próximos a llegar a la mitad de sus períodos y sus ciudades se encuentran viviendo una de las peores crisis en materia de seguridad, empleo,  reactivación económica, desarrollo sostenible, corrupción o “mermelada” a sus amigos íntimos en la burocracia y la contratación, en un gesto desagradable de dilapidación del erario público; mandatarios que se creen vedettes en las redes sociales y medios de comunicación donde pagan millonarias pautas para que sus gobiernos salgan bien librados ante la opinión pública y sus terribles yerros administrativos se les dé manejo de tercera categoría.

Sin duda, este tridente dice mucho de la ideología progresista que profesan ciegamente, soportada en la victimización, en dejar que los violentos se tomen las calles a través del concepto de la “acción directa” que fue lo que vimos en el vandalismo y terrorismo en los días del paro nacional, dejar destruir y que reine el caos para que el comunismo disfrazado de progresismo, llegue al poder.

Su lucha, la de los progresistas, es contra ellos mismos y contra todo lo que representan, ahogados en su océano de contradicciones tan visibles como inocultables. Evidentemente, no saben administrar, piensan que con gritos, discusiones, ejercicios didácticos sin fondo y permisividad ante el delito, patrocinando el parasitismo social, conseguirán el aplauso ciudadano.

Llama la atención el silencio cómplice de la justicia y de los organismos de control por el derroche de los dineros de los contribuyentes, utilizados por estos tres mosqueteros para atornillarse en el poder y evitar que salgan adelante los procesos de revocatoria que se les adelantan por el lamentable ejercicio de sus funciones. Cada vez más ciudadanos denuncian pero cada vez más a esas denuncias no se les da el trámite que debiera.

La posible llegada del “guerrillero- progresismo a la casa de Nariño en 2022, es lo que ha generado una extensa fuga de capitales vista en el narcogobierno de Samper y el segundo gobierno de Santos, que tiene al precio del dólar disparado ya que hay mucha demanda de esta divisa generada por cientos de inversionistas que quieren cerrar sus posiciones.

El progresismo, así sea el ala moderada o la radical, es la venda en los ojos de estos mandatarios para gobernar con altura y de cara a sus millones de habitantes.

Ellos gozan de cierto grado de aceptación no porque la hayan 

ganado por sus propios méritos sino más bien porque los errores de la derecha así se lo han otorgado. Por ejemplo la decadencia de los partidos tradicionales, la falta de nuevos liderazgos que no estén contaminados por la vieja politiquería, el desgaste político de Álvaro Uribe como único muro de contención del socialismo, la decadencia de los clanes en las regiones, la falta de amor de los jóvenes por el arte de la política,  por la exposición de la intimidad y el buen nombre a quien quiere participar en elecciones genera desconfianza, los problemas de desempleo, pobreza, falta de salud, educación y oportunidades para los más vulnerables, y las enormes brechas de desigualdad, entre otros,  son fenómenos que han explotado los “zurdos” quienes en un debate electoral y con un discurso fuerte y agresivo prometen enfáticamente una serie de cosas, y luego hacen exactamente lo contrario a lo que se propuso.

De Bogotá se puede decir que hace veinte años sufre el síndrome de “las mentiras de izquierda”. Igual, sus confundidos y desprevenidos ciudadanos seguirán votando por esa línea porque prefieren seguirles por moda en vez de votar por el tradicionalismo que es el que al final de cuentas les ha dado los mejores resultados.

De Medellín no podemos salir del asombro aún de cómo un “inexperto petrista” se ganó la alcaldía y hoy tiene dividida la ciudad, sin el progreso pujante característico de la raza paisa, y abriéndole el camino a su jefe político para que saque dos millones de votos. En Cali, el hijo de un subversivo engañó a una bella ciudad sumida en la ingobernabilidad total, un tipo que juega a la revolución comunista.

Las tres ciudades tienen mucho en común, impera la delincuencia, la inseguridad, están sucias, desordenadas, el hampa reina, no se percibe optimismo ciudadano, la gente tiene miedo, el atraso económico y social es evidente, alcaldes que les cuesta hacer equipo, enfocados en méritos individuales, con marcadas tendencias en atribuirles la responsabilidad de sus gestiones a terceros,  tomando decisiones pensando más en las encuestas que en las evidencias de la realidad, lo que conlleva a la marcada improvisación y una muy pésima gestión.

Lamentablemente, el daño que estos personajes le hacen a la institucionalidad es notorio. La gente lo sabe, no es tonta y con chiflidos y burlas públicas los descalifican a donde hacen presencia. Si las revocatorias no sufren más la dictadura de los jueces, los ciudadanos tendrán la oportunidad de castigar el mal gobierno.

Publicado en Columnistas Regionales

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