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Luis Alberto Ordóñez*

Cuando uno viaja por otros países, en especial los más desarrollados, no se ven policías y mucho menos militares en las calles. De vez en cuando aparece uno de los primeros, y de los segundos solamente en casos de amenaza terrorista la tropa se deja ver; sin embargo son sitios seguros y se puede transitar de día o de noche sin temor a perder la vida; las personas hasta pueden utilizar el celular sin riesgo alguno. La policía no se ve, pero ahí está; la inteligencia hace una labor callada pero efectiva y la justicia se siente y se respeta. En resumen, los delincuentes le tienen miedo a la autoridad y saben que la justicia no será incoherente e incompetente, sino que los sancionará; entienden que les puede salir muy caro cometer un ilícito. En Colombia, con índices de impunidad supremamente altos, la delincuencia sabe que difícilmente pagará por sus faltas y que a la fuerza pública le puede ir peor si se mete con ellos.

Los asaltos en buses, restaurantes, o en la calle, parecen normales en nuestras ciudades; la anarquía reina. Qué decir de los riesgos de desplazarse a pie; los delincuentes golpean primero y luego, cual buitres, requisan los cuerpos inconscientes o sin vida de sus víctimas para lucrarse de sus pertenencias. No hay respeto alguno por la vida y, sin embargo, si la víctima se defiende luego, tendrá, ella sí, que demostrar su inocencia y que fue en legítima defensa; claro que ya muerto o en un hospital y lisiado de por vida, ya no necesitará hacerlo.

El fondo del asunto es que no hay respeto por la Fuerza Pública y eso se debe a varias causas. La primera, que los valores se invirtieron en Colombia, el proceso de paz colocó en posición privilegiada a los mayores delincuentes, asesinos, secuestradores y violadores de los derechos humanos, lo que deja como mensaje que la ley es flexible, muy flexible y que entre más violencia se pueda mostrar más fácilmente se logrará obtener prebendas y desde luego impunidad. La segunda, la debilidad e incoherencia de nuestros gobernantes locales; de ahí la autodenominada primera línea, los bloqueos, la extorsión permanente de grupos con intereses propios utilizando medios lícitos como la protesta social. Lo tercero: la lentitud, poca efectividad e incoherencia de la justicia. No es ejemplarizante, no es oportuna y no inspira temor alguno a los delincuentes; se burlan de ella. Cuarto, un poder legislativo ajeno a la realidad nacional; no se ve ninguna reacción para endurecer las leyes, generar mayores recursos para la Fuerza Pública, o cualquier acción para atender tamaño problema. Pareciera que ellos vivieran en otro país, pero hasta sí protegidos por escoltas y transitando en vehículos blindados la realidad les es ajena. Quinto, la indolencia generalizada. Mueren Policías y a todos nos parece normal. Secuestran militares y ni siquiera una marcha de solidaridad. Indígenas y campesinos, seguramente manipulados por grupos violentos, desafían a la autoridad y con sus machetes los amedrentan y se burlan de sus armas de adorno, porque si las usan podrían ir a la cárcel por supuesto exceso de fuerza; ahí sí la sociedad sale en defensa de los abusadores. Sexto, la educación manipulada y manejada para favorecer intereses políticos y de grupos sindicales. Cómo se extraña aquella época en que se formaban buenos ciudadanos, respetuosos de la ley y del orden, disciplinados y cumplidores de las normas, pero sobre todo amantes de su país.

Con el escenario actual, donde salir a la calle es un riesgo de muerte, de quedar lisiado de por vida o perder los bienes que se han conseguido honradamente, no hay posibilidad alguna de que la autoridad nos pueda socorrer, pues al perderse el respeto por esta tocaría tener un policía por cada ciudadano, algo imposible; la alternativa es el derecho a la legitima defensa que contempla la Constitución Nacional. Como en el antiguo Oeste, estamos enfrentando la ley del más fuerte y ésta solo se desmotiva cuando el bandido sabe que su víctima se puede defender. Soy pacifista por naturaleza, pero también considero que la vida es lo más preciado. Hoy el Estado es incapaz de garantizar la vida, la integridad y los bienes de las personas, de manera que en vez de restringir el porte de armas se debería incentivar su uso legal; con entrenamiento, exámenes físicos y psicológicos y con seguimiento y control de la autoridad competente: cada colombiano de bien debería ser su propio policía hasta que se recobre la capacidad del Estado de garantizar el respeto por la autoridad y que la justicia sea capaz de frenar a los violentos.

*Vicealmirante (r). Ph.D.

Publicado en Columnistas Nacionales
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