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Daniel Mera Villamizar

Unificar estándares de responsabilidad social corporativa será lento y pasa por la formalización de la mayoría de unidades productivas.

El 19 de agosto de 2019, Business Roundtable, que agrupa a cerca de 200 presidentes ejecutivos de las más grandes corporaciones de EE. UU., sacó una declaración con una nueva visión de los objetivos de sus compañías. Ya no la maximización de la rentabilidad para los accionistas, sino un conjunto de cinco compromisos.

Columnistas influyentes señalaron que no se trataba de una iluminación o de una repentina benevolencia, sino de una estrategia de supervivencia a largo plazo, en vista de las fuerzas críticas y de los populismos de derecha e izquierda. Los de Business Roundtable dicen que “los mejores directores ejecutivos modernos han estado dirigiendo sus empresas de esta manera durante mucho tiempo”. Por lo que fuera, la declaración trascendió.

Los cuatro nuevos compromisos de esas grandes corporaciones suenan moralmente correctos e inteligentes para llevar bien a las “partes interesadas”: “i) entregar servicios o bienes de valor a sus clientes, ii) invertir en sus empleados y compensarlos de forma justa, iii) negociar de forma justa y ética con los proveedores, y iv) apoyar a las comunidades en las que están asentadas las empresas”.

El quinto objetivo, natural y antes “único”, es “generar rentabilidad de largo plazo para los accionistas”. Se dirá que falta un compromiso más explícito con la “sostenibilidad del planeta”. La declaración, sin embargo, sí es una evolución de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC), especialmente de la filantropía para mejorar la imagen.

La cuestión es que este estándar es aplicable o exigible socialmente solo a una parte de las empresas del país. Con el resto, la mayoría, el reto es la formalización, y para eso necesitamos superar la idea de hacer “política social” a través de ellas. Es al Estado al que le corresponde vía el gasto.

El legislador es muy creativo y generoso persiguiendo la equidad con los costos de las unidades productivas, y la consecuencia no deseada pero extendida es que las expulsa o inhibe de la formalidad. Y en la informalidad no pueden crecer, su productividad es baja, los empleados tienen menos protección y el Estado no logra lo que se proponía.

La lógica inversa es la correcta: facilitar la consolidación formal y el éxito económico de las empresas, bajo unos estándares mínimos aceptados, para después hacer equidad, vía impuestos… y participación de los empleados en las utilidades, cuyos alcances son materia de discusión en democracia.

Lo que estamos haciendo no tiene sentido para las pequeñas y medianas empresas, que son la inmensa mayoría. En realidad, estamos legislando para las grandes, que son las que aguantan, pero que solas no nos van a llevar a la diversificación y ampliación productiva para crecer en empleo formal y en valor agregado.

En el ajuste o reconstitución del capitalismo colombiano habría que aumentar la productividad y los beneficios de los trabajadores, cuidando que no se contagien demasiado de la “primacía del interés del accionista o dueño”: que por una participación en las utilidades terminen apoyando que se desestimen los compromisos con las otras “partes interesadas” (clientes, proveedores y comunidades).

Si lo ven por ese lado los propietarios, les puede parecer “barato” el 10% de las utilidades a cambio de tanto compromiso y “ferocidad” de los trabajadores en búsqueda del resultado económico de la empresa y de la variación en el comportamiento electoral. Eso tendría cara de “nuevo contrato social”. (Aquí “Volver a la participación de trabajadores en utilidades de las empresas de 1948”).

@DanielMeraV

https://www.elespectador.com/, Bogotá, 23 de agosto de 2021.

Publicado en Columnistas Nacionales

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