Al parecer, las medidas adoptadas por el Gobierno y consignadas en el Decreto Legislativo 806 de 2020, referidas al uso de las TIC en la gestión y trámite de los procesos judiciales, de poco han servido. Salvo algunas notables excepciones, el represamiento de los procesos judiciales es mayúsculo y se asemeja a una denegación general de justicia.
Inútil resultó establecer, que, para evitar el contagio por la presencialidad en los estrados judiciales, los sujetos procesales pudieran actuar a través de medios digitales, si los administradores de justicia no cumplen la perentoria obligación de administrarla de manera debida y oportuna, o si los medios tecnológicos de los que disponen presentan fallas, intermitencias o resultan poco confiables, como de hecho sucede.
Sumado a lo anterior, no se entiende, cómo en el Decreto 806 no se estableció, la obligación para los administradores de justicia de notificar de manera directa y digital todas sus providencias y actuaciones a los sujetos procesales, sin perjuicio de hacerlo mediante la inserción de ellas en los estados y en el expediente virtual, con excepción de aquellas providencias que decreten medidas cautelares, hagan mención a menores o cuando el juez así lo disponga por estar sujetas a reserva legal.
Así como la ley impuso a las partes en un proceso la obligación de realizar sus actuaciones y asistir a audiencias y diligencias a través de medios tecnológicos, y para el efecto, suministrar a la autoridad judicial y a todos los sujetos procesales los canales o medios digitales elegidos para actuar, al igual que enviar a través de ellos un ejemplar de todos los memoriales o actuaciones que realicen, se debió también haber impuesto a las autoridades judiciales, la obligación de enviar a través de esos mismos medios o canales sus actuaciones y providencias a las partes, con lo que se evitaría la dispendiosa e intrincada labor de buscar diariamente en una frondosa, inestable y poca amistosa plataforma digital, las actuaciones de las autoridades judiciales.
Ojalá que el Gobierno se percate de esta situación y que la comisión que viene trabajando en la reforma a la justicia lo recomiende, de manera, que, de una vez por todas, la justicia cumpla con lo que exige a sus usuarios y con ello, se simplifique la forma de conocer las actuaciones de los jueces sin perjuicios de que se sigan promulgando mediante la inclusión de ellas en los estados digitales.
En mala hora la sociedad colombiana se acostumbró a percibir la justicia, como la cenicienta del Estado y a su administración como causa de problemas y no fuente de soluciones. Y en mala hora, algunos funcionarios judiciales perdieron la vergüenza, la dignidad y el pudor, al punto que en nada les preocupa la condena de una sociedad hastiada de sus lentas y en ocasiones enrevesadas actuaciones.
Si la educación es el fundamento de la sociedad, la justicia es su garante de permanencia. Es utópico pensar en paz y progreso, sin educación y justicia. Nada más vital para una sociedad pacífica y civilizada, que universalizar su educación y fortalecer su justicia
Justicia es verdad y equidad y todas las virtudes están comprendidas en ella. Ningún oficio tiene mayor responsabilidad y dignidad, que la de impartir justicia; no en vano en las sociedades avanzadas, los jueces y los maestros, son los ciudadanos más reconocidos y apreciados, y la inversión en educación y justicia, prevalente, y, primera causa y efecto de orden, paz y progreso.
De ahí la necesidad de emprender una vigorosa cruzada sin antecedentes para redimir la justicia y hacer que la pulcritud, la diligencia, la ciencia, la virtud y la sabiduría, regresen a los despachos judiciales. La sociedad debe estar vigilante, que el Estado comprometa los mayores esfuerzos para dignificar el sistema judicial, restituirle la honra perdida y dotarlo de los recursos que aseguren su debida administración.
Que no se olvide, que el gobierno de Juan Manuel Santos pretendió condicionar la inversión en educación y justicia al crecimiento del PIB, cuando lo racional era proyectar el crecimiento del PIB a la tasa de retorno esperable de su inversión. Sobrecoge que Santos tan solo corrigió su yerro, bajo la presión de las protestas sociales, tal y como sucedió con sus fallidas reformas a la educación y la justicia y ante el prolongado cese que las paralizó.
Ya no tiene buen recibo que la rama judicial amenace cese e inmovilidad por baja remuneración salarial. Los ingresos que hoy perciben sus funcionarios son dignos y decorosos, más no lo es, la conducta que observan algunos de ellos. Si bien sigue pendiente la restructuración administrativa del sistema y la remodelación y dotación de los despachos judiciales para que sean respetables y funcionales, la justicia colombiana debería tener mejores indicadores de desempeño.
Es importante ponderar el trabajo silencioso, laboriosos y diligente de los buenos Jueces y denunciar el de aquellos que se han valido del imponderable sanitario para perpetuar su negligencia o para aplazar la grave y honrosa responsabilidad que el Estado les ha confiado.
La nación necesita reconciliarse con la justicia; los jueces recuperar el respeto perdido; y, el estado entender que sin justicia no hay paz, orden, ni progreso. Ojalá que en Colombia nadie volviera a denigrar de manera aventurada y temeraria de los jueces, poniendo en entredicho sin evidencia alguna, la honorabilidad, capacidad y diligencia de la inmensa mayoría de ellos.
En Colombia se deben acabar las excusas para no tener excelencia en la justicia.
*Rafael Rodríguez-Jaraba. Abogado Esp. Mg. Consultor Jurídico. Asesor Corporativo. Litigante. Conjuez. Árbitro Nacional e Internacional. Catedrático Universitario. Miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia.