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Carlos Gustavo Cano*

Las definiciones normativas sobre ‘grandes, medianos y pequeños’ productores rurales suelen ser arbitrarias y subjetivas. Aparte de que, generalmente, se les confunde con terratenientes, por creer, erróneamente, que son la misma cosa. Nada más alejado de la realidad. En cambio, no ocurre así con las actividades urbanas, como el sector financiero, la industria o la vivienda.

Por supuesto se halla fuera de toda duda que la extinción del dominio sobre cualquier predio rural mal habido ya sea por parte de narcotraficantes, paramilitares, terroristas o demás grupos ilegales alzados en armas, tiene que estar a la cabeza de las prioridades de dicho proceso. Así como la titularización de los que han sido objeto de posesión por tenedores ancestrales o tradicionales de buena fe que por negligencia del propio Estado no aparecen como propietarios legítimos.

Y en cuanto a quienes directamente se ocupan de la producción agropecuaria, la Constitución Nacional taxativamente determina en su artículo 65 que “la producción de alimentos gozará de la especial protección del Estado. Para tal efecto, se otorgará prioridad al desarrollo integral de las actividades agrícolas, pecuarias, pesqueras, forestales y agroindustriales, así como también a la construcción de obras de infraestructura física y adecuación de tierras…”

Semejantes equívocos no son otra cosa que una suerte de karma o sesgo contra todo lo que huela a la tierra, siempre que se habla de la cuestión agraria. Son deformaciones culturales y atávicas, propias de la herencia santanderista de nuestras instituciones.

Un factor ausente en tales denominaciones arbitrarias de ‘grandes, medianos y pequeños’, es la tecnología. Un caso elocuente, entre varios igualmente demostrativos, es La Palma y el Tucán, en Cachipay, donde en sólo 14 hectáreas, afincadas en ciencia y fertilización orgánica de talla mundial, con decenas de pequeños productores asociados, se ha edificado un clúster cafetero próspero, probadamente eficiente y competitivo en el ámbito de los cafés especiales a nivel internacional, como pocos en Colombia. Y, recientemente, con otro emprendimiento del mismo corte en el páramo de las Hermosas en el Tolima, contiguo al Valle del Cauca.

Otro similar es la cooperativa Asopep (asociación de productores ecológicos de Planadas, Tolima), campeones en producción orgánica y ecológica de la rubiácea y otros renglones.

Y en palma aceitera, es de destacar el modelo de encadenamiento de pequeños productores de Maríalabaja (Bolívar) - anteriormente arroceros consuetudinariamente quebrados y supuestos beneficiarios de la fallida reforma agraria de los años sesenta del siglo anterior -, así como de Catatumbo y el sur del Atlántico, con Oleoflores en Codazzi, un pivote empresarial privado que les suministra la tecnología, la comercialización y la asistencia aún en materia financiera, comenzando por el material genético adecuado.

Y si nos vamos a comparaciones internacionales en este continente, Brasil, Argentina, Paraguay, el pujante departamento de Santa Cruz en Bolivia, Estados Unidos, Canadá, entre otros, en Colombia los llamados ‘grandes’ productores resultan pequeños o minusválidos. Ojalá contáramos con más unidades productivas genuinamente extensas, individuales o asociativas, con economías de escala de cara a la competitividad global.

Se trata de otro tipo de deformación ideológica. Lamentablemente en nuestro país de hoy, prima la ideología sobre la tecnología.

En materia de tierra, también encuentro otra deformación. Conceptualmente se le confunde con lo que es el suelo, dos dimensiones muy diferentes. La tierra es como el piso, en tanto que el suelo es como la carpeta que la cubre. El valor real es el del suelo. Basta con mirar la Orinoquia, plagada de acidez y aluminio, con mínimo valor intrínseco, de suerte que la inversión realmente significativa para propósitos productivos es la ‘fabricación’ del suelo, con la aplicación de cal acompañada de sistemas rotativos como soya/maíz, u oleaginosas como la crotalaria, un abono verde que fija de manera natural nitrógeno en el suelo, los cuales resultan, así vistos, como cultivos de tardío rendimiento, en vez de transitorios, y, en rigor, acreedores a los beneficios propios de los servicios ambientales.

Sobre la cuestión de la propiedad, he insistido en que es preciso contemplar formas de tenencia diferentes a las convencionales de la titularidad de corte hispánico y notarial. Me refiero, a manera de ilustración, al usufructo; el comodato; el leasing inmobiliario rural, al estilo de potencias agropecuarias europeas como Holanda e Inglaterra; las cuentas en participación; la asociación entre poseedores y operadores; el mero arrendamiento, todos dentro de horizontes de tiempo prolongados, de 20, 30, 50 años o más, invariablemente amparados por regímenes que garanticen la seguridad jurídica. Para no ir más lejos, la mayoría de los cultivadores argentinos – en especial de granos como la soya, el maíz y el trigo –, no es propietaria, sino usuaria, de los predios que explotan.

Dicho sea de paso, los arrendamientos a plazos cortos – un semestre, un año –, no deberían permitirse en aras de la conservación y la salud de los suelos. Su abuso y sobreutilización, sin el empleo de material genético (semillas) debidamente certificado, ni rotación con otros renglones, como sucede en buena parte con el arroz en el sur del Tolima, termina siendo un caldo de cultivo de malezas y demás yerbas contaminantes, como el llamado ‘arroz rojo’.

Aquí cabría adoptar un poderoso incentivo tributario a fin de ocupar competitivamente territorios aptos para la agricultura, pero actualmente ociosos o subutilizados, mediante la exención del impuesto sobre las rentas que deriven los tenedores o poseedores legítimos (llámense propietarios de buena fe), producto de la asociatividad bajo cualquiera de las formas mencionadas antes, con operadores cuyo aporte fundamental sea su talento en materia gerencial y de conocimientos en las esferas de la ciencia y la tecnología. Tales son los ingredientes esenciales de la agricultura moderna. Pare de contar.

Colombia, con una extensión territorial de 114 millones de hectáreas, apenas cuenta con 30 millones aptas para la agricultura. Pero sólo se siembran 7 millones. Esta sería una verdadera, revolucionaria, reforma agraria. Expedita, sin costo fiscal ni demagogia, ni populismo. En contraste con la manida y desacreditada prédica estatizante de expropiar o comprar tierras para adjudicárselas a quienes, sin conocimiento técnico ni habilidad gerencial, sólo aspiran a enajenarlas al día siguiente, bajo diversos subterfugios o modalidades clandestinas.

*Profesor de Uniandes, ex codirector del Banco de la República y Ecopetrol, y ex ministro de Agricultura

Bogotá, diciembre de 2023

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