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Thierry Ways          

Putin tiene la culpa de que la invasión a Ucrania esté desatando un inmerecido prejuicio antirruso.

Como han dicho Yuval Harari y otros analistas, aun si Putin consigue sus objetivos, Rusia ya perdió la guerra. Será una victoria pírrica en todo el sentido del término: un triunfo que deja tan estropeado al vencedor que habría sido mejor no ganar. Así Rusia no sufra un contraataque en su territorio que la haga experimentar la muerte y devastación que está sembrando en Ucrania, las sanciones económicas que le ha impuesto el mundo son lo suficientemente severas como para debilitarla desde dentro. Su sufrimiento no será comparable al ucraniano, por supuesto, pero dejará perdurables secuelas.

Una de ellas será una epidemia de rusofobia que marcará la actitud del planeta frente a esa nación durante buena parte de este siglo. Pensemos en el legado que Hitler le dejó a Alemania después de la guerra: una deshonra que, muchos años después, seguía tiñendo la vida incluso de quienes no habían tenido nada que ver con el nazismo. Tomó varias décadas, la conformación de la Unión Europea y la conversión de la Alemania belicista en una descolmillada república reunificada, para que la mancha comenzara a borrarse.

Algo parecido le podría esperar a Rusia en los próximos años, cortesía de las pendencieras aventuras del camarada Vladimir. Además de sus víctimas directas, el precio de la invasión lo pagarán millones de rusos inocentes de los designios imperiales del dictador. Como la naturaleza humana nunca se ha caracterizado por dosificar con mesura las emociones, sino por aplicarlas con brocha gorda, los primeros desbordamientos de un nuevo prejuicio ya comienzan a notarse.

En Praga, un profesor de economía decretó sanciones unilaterales contra Rusia, consistentes en que no les daría más clases a estudiantes de ese país. Después se retractó. Alexander Malofeev, un joven fenómeno del piano, fue retirado de un concierto en Montreal por culpa de su pasaporte, a pesar de que ha condenado la invasión a Ucrania. Más obtusa aún fue la Filarmónica de Cardiff, que eliminó de su programa la ‘Obertura 1812’, del pobre Tchaikovsky, quien expiró hace 130 años, cuando aún mandaban los zares, y cuya homosexualidad seguramente le habría valido el desprecio de Putin.

La agresión a Ucrania es injustificada y atroz, y merece el rechazo del mundo entero. Pero ese rechazo no puede llevarnos al extremo ridículo de censurar ahora todo lo ruso, una cultura gracias a la cual la humanidad ha alcanzado algunas de las coordenadas más elevadas de la literatura, la música, el pensamiento, el atletismo y la órbita terrestre. Estamos a un paso de resucitar al implacable senador estadounidense Joseph McCarthy, quien en la década del 50 se hizo famoso, y blanco de feroces burlas, por su persecución paranoide contra cualquier sospechoso de albergar simpatías soviéticas.

Podemos y debemos evitar exabruptos macartistas en nuestros países y comunidades. Y podemos hacerlo sin caer en relativismos morales, sin equivocarnos acerca de dónde recae la responsabilidad última de todo lo que está pasando: sobre los hombros de Putin. Me temo, sin embargo, que muchas personas no harán el esfuerzo de separar las dos cosas. Es más fácil meter todo en el mismo saco.

Uno de los desenlaces menos catastróficos que podría tener la invasión sería que las presiones sobre la economía rusa y la amenaza de sanciones directas a las élites cercanas al Kremlin produzcan una rebelión interna que deponga a Putin, antes de que este acabe de aniquilar a Ucrania o, peor, nos conduzca al precipicio de una confrontación termonuclear. Esa salida tendría un beneficio colateral: salvaría la reputación del pueblo ruso, al que su líder le está colgando un estigma duradero, indiscriminado y, en la absoluta mayoría de los casos, injusto.

En Twitter: @tways

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https://www.eltiempo.com/, Bogotá, 12 de marzo de 2022.

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